miércoles, 13 de julio de 2011

Marcos Matias

Esa mañana dejó de escuchar el latido de su corazón por completo. Se encontraba recostado sobre la cama con sábanas de flores y de pronto la calma le pareció extremosa, abrió los ojos y no escuchó nada. Temió ser la última persona del mundo.

Ya de pie se miró en el espejo y se dio cuenta de que seguía ahí en la habitación, entonces pensó en el mundo, la idea le contrajo el gesto, temía que esa soledad interior terminara por plasmarse en el mundo entero.

De niño cuando dormía sentía pánico, sabía que las posibilidades de que un día despertara y se encontrara completamente solo eran escasas, pero aquello le quitaba el sueño, se quedaba en vela hasta que el sueño lo vencía y despertaba con pánico.

Lo cierto es que hacía tiempo creía más que en Dios en la soledad y por eso la hermosa iglesia ubicada enfrente de su apartamento le parecía indiferente.

Existen los que temen y aman a Dios, también los que no creen en él, lo cierto es que no porque los demás no crean en uno, uno deja de existir. Eso era justamente lo que le sucedía, nadie jamás había creído en un hombre sinceramente mediocre como él.

De niño disfrutó de las lecturas nocturnas de cuentos de los hermanos Grimm que su madre le hacía en cuclillas al pie de la cama, la fantasía fue su realidad, fue un niño sobreprotegido y la reciente muerte de su madre era un adulto desprotegido. La relación con su madre era enfermiza, dependían el uno del otro, se herían, no podían separarse, por eso su vida estaba ligada al retrato grande de su madre colocado sobre la chimenea de la sala de estar. Ella lo miraba con la frialdad con la que lo crió. Sin una familia definida, la soledad había hecho que su madre muriera en el anonimato y el silencio que el hombre tenía en su ser desde hace mucho.

Cuando murió la observó por horas, no podía creer que al fin estaba solo, Aquella presencia que desde niño odió y amó con todo su ser, se había esfumado al fin. Solo quedaba un cuerpo inerte, inmóvil, en descomposición.

Durante años planeó matarla, soñaba con su muerte cada noche, pero fue demasiado cobarde para realizar su libertad. De pronto, tras una noche cualquiera, tras preparar la avena con fresas que ella comía a las 8, descubrió que había muerto sin más. La vida ese día le dio una increíble noticia, un regalo a la paciencia y bondad, a sus 50 años jamás había experimentado la libertad. La herencia de su madre era cuantiosa, además dela vieja casona con olor a peras en almíbar y jardín mal cuidado parecido a una selva, le había dejado la música y el suficiente dinero para tener una vida llevadera. Su madre a menudo daba clases de piano y él también.

Años en la Universidad estudiando música para dar clases a jovencitos sin alma, desmotivados y maleducados. Ese era su éxito profesional.

Arregló a su madre, tomó su peluca y la guardó en el closet de su cuarto. Tras unas cuantas horas de mirar en silencio el cuerpo inerte de la anciana llamó a la funeraria y la veló en solitario. Cuando tuvo las cenizas las colocó junto a la peluca y cerró con llave el guarda ropa de su madre. Bajó a ver el televisor y se quedó dormido cuando veía una película mala.

Así pasó un par de días hasta que el silencio le pareció extremoso, sus alumnos se encontraban de vacaciones o en situaciones familiares particulares y no había visto a nadie en un tiempo considerable. Por eso ahí, frente a su ventana sintió pánico, temía que al mover la cortina observara un desierto tan grande como el que se encontraba escondido en su corazón. Aguantó la respiración y movió la ventana.

Observó con detenimiento hasta el mínimo detalle, tras hacer esto no sabía que hubiese sido peor. Se percató de que la inmensa soledad vivía solamente en él.