miércoles, 29 de agosto de 2012

Mujer de letras




Antoine cerraba los ojos y sentía el vértigo que solo las letras pueden producir con sus palabras, todas aquellas abiertas a su lectura, al menos lo estarían mañana a primera hora cuando el periódico se publicara atendiendo temas desde lo político hasta lo más banal e irrelevante como lo es el medio artístico que engalana a hombres comunes con mucho más tiempo que el resto de las personas para expresar su comúnmente irrelevante sentir.
A través de la ventana hombres corrían ocultándose ora del calor, ora de la lluvia, o quizá de alguna persona que interrumpiera con sus planes pícaros. Algunos también buscaban algo, algunos sabían qué y otros tantos no tenían idea de qué les haría felices, pero el andar vago de las horas libres –que a veces las eran todas- en búsqueda de alguna sonrisa inesperada por el encontrar aquello, fruto de su alegría, les motivaba a soñar con los ojos abiertos y aún después de cerrarlos en las maravillosas noches de verano. Para algunos el más común e indescifrable de los milagros de la vida era su añorado sueño: el amor, aquel sentimiento doloso y gratificante, cálido como la tristeza significaba su alegría aún no encontrada. La certeza de que allá afuera, entre las paredes grises de concreto y los pitidos de autobuses, entre rostros de desconocidos, se encontraba su sentido de alegrías diarias –aunque fuera por épocas de lo breve a lo infinito-, les sacaba esa sonrisa que le comento- apreciable lector-, que tan solo los no ajenos a este sentimiento comprenderán desde su inocencia hasta su completa entrega que en muchos casos se significa como un acto caníbal y violento, placentero y temerable. Lujurioso y rojo a cada instante.
Antoine era de estos hombres: aquellos que sabían qué buscaban sin saber adónde, de esos silenciosos que sonríen ante el desconcierto de encontrar algo que quizá más adelante amarán tanto que aprenderán a odiar también, de aquellos que el rojo de los labios de alguna dama desconocida les provocarán algún sentimimiento pícaro e impío. De esos que escuchan amor y se hacen los sordos, pero sonríen a escondidas como guardando alguna confesión y complicidad con el tiempo que les mira desde pequeños crecer hasta que algún día se secan con el corazón en la mano. Recordando su canibalísmo, y su olor a sexo.
Ya familiarizados con la naturaleza y todo aquello que me importaba que conocieran de Antoine para no juzgarlo de mal modo, diré las cosas irrelevantes que todos solemos decir cuando conocemos a alguien como si aquello importara más que lo que uno es en el interior: mirelo como un joven de 27 años, con los gestos toscos, mirada al vuelo, perdida, pareciera que a veces cuando le miraba a uno no observaba su rostro, sí su interior, ojos obscuros, sobrios como su cara cuando era tarde y la luz no delataba la tosquedad antes mencionada. Cabello negro, corto y sin forma que le hacían parecer un sujeto cualquiera, olvidable, como un extra que si uno no aprecia al menos tres veces un filme no lo nota dentro de los personajes de tercer o cuarta importancia. Delgado, con semblante sabio y generalmente sonriente.
Antoine trabajaba en el Diario la Mañana, un periódico pequeño y olvidable cuya función no sobrepasaba la de significarse como una muestra de la variedad informativa de aquella enorme y ostentosa ciudad. La ciudad no importa si consideramos que en la actualidad, todas las metrópilis son idénticas: grandes, sordas y sin horizonte, insignias de un futuro que jamás se alcanza. Con personas ciegas y mudas hasta que ponen su vista en alguna pantalla o se les ve platicando como locas al aire con su celular tocando su oído y atrapando su voz. En fin, basta con que se imagine una ciudad llena de olvidados perfumados con prisa para que ubique el hogar de Antoine.
El periódico tenía un número de lectores base y algunos ocasionales que les compraba cuando su portada era simpática o acertada, cantidad suficiente para mantenerse vivo por encima de algunas otras publicaciones menores que iban y venían desapareciendo ante el desinterés cada vez más creciente de ensuciar las manos en tinta impresa de personas que en ocasiones se les veía como soñadoras o amantes de lo antiguo en el mundo de las ciudades tecnológicas.
Antoine aún gustaba de mirar por la ventana aunque el paisaje fuese opaco y apreciar la belleza en lo común: ya sean aves volando en formas indescifrables, alguna mujer hermosa disfrutándo de las miradas de hombres obsenos, o inclusive de pequeños niños jugando ausentes a su entorno inmediato.
Apreciaba como buen soñador que las tardes meláncólicas se ocurrieran sin ningún altercado ni tristeza particular, gustaba de apreciar el humo de una buena bebida caliente hasta que con el mismo ambiente se entibiaba y parecía entonces morir al escapársele su alma. Vivía en un contínuo lapso de comprensión de los finales. A sus notas intentaba imprimirles algún sentido distinto que el resto de sus compañeros a cuyos el paso del tiempo les había convertido en perfectos técnicos sin alma.
Aún soñaba con los ojos abiertos y a pesar de desamores y tropiezos aún transmitía la picardía que un hombre en épocas adecuadas es capaz de transmitir con su personal impulsiva e inmadura actitud como señal de apareamiento. Sin embargo, los años pasaban, los días eran más largos –como es común- que los propios meses que una vez ocurridos son tan breves como un recuerdo por más efímero o profundo que sea. Buscaba sin saber a quién a alguien en particular, caminaba con los ojos entre abiertos y los sueños muy despiertos. Alguna vez cerraba los ojos fuerte y respiraba por la ventana de su oficina compartida con tres sujetos más cada uno taciturno que el otro, esperando percibir un olor, el olor de aquella sonrisa desconocida que yacía por ahí, en medio de ese laberinto gris con mares de gente sin rostro. Los años suelen pasar aún más rápido que los meses, son tan largos como el día más irremediable e interminable. Año tras año hasta que un día, Antoine se levantó y observó las primeras canas en su insípida barba.
Algunas arrugas que parecían sus caminos recorridos a lo largo de años de ensueño y se percató de que ese día no iría a trabajar. Estaba enfermo de soledad.
Imagine entonces su situación particular: de pronto, tan viejo que aún siendo un soñador se cansó de buscar si saber qué y supo que eso que buscaba no sería encontrado con la mera paciencia del correr del destino. Ahí estaba un hombre enamorado sin saber de quién, con desamor de nadie más que de la vida que hasta hoy le había negado aquel placer tan mundano, terrenal, posible y milagroso que a algunos; tan solo unos cuantos pocos desgraciados les era negado y entonces morían con la mano en el sexo, tras una enfermedad de corazón y risa sardónica. Muertos de pena, con el corazón –no así necesariamente el sexo- virgen, sin lágrimas o risas siquiera que recordar aunque sea por algún instante de entrega sincera y completa.
Prendió la televisión y la miró con la misma profundidad con la que miraba a las personas en ocasiones cuando estas pensaban que les miraba el alma. Sin embargo en esta situación no buscaba profundidad en esas imágenes huecas y sin sentido. Miraba la pantalla sin prestar atención al sentido de su alma, existencia o de aquel programa vulgar de revista que se exhibía. Pensaba, eso sí, en la razón de aquello que le había negado aquella sonrisa y esos tantos enfados que el amor traen con el tiempo.
Un mosquito picó en su mejilla y Antoine, inmutable continuó con su dramática ausencia del mundo. Comprendió lo inevitable: la mujer de sus sueños no se encontraba afuera en ningún rincón de la gris ciudad. Más lejos de la ciudad quizá, en alguna casa de carretera, o quizá más lejos, en el bosque. Quizá en alguno de los tantos poblados inombrables, en el mar debajo de él o más allá, adónde a la misma hora es de noche cuando acá de día. Quizá más lejos o tan cerca que por eso mismo, no había podido encontrarle en rincón alguno del mundo.
Se estrujó su corazón, ahí, sentado frente a la nada pensando en los misterios del amor sintió ganas de llorar por quizá ser demasiado soñador en un mundo tan limitado a lo cercano. ¿Cómo sería la mujer ideal?
Para él morena, delgada, larga, con rostro triste y apenas curvas que le separarán de un niño. Labios gruesos, mirada cálida y brazos largos, una clavícula lo suficientemente profunda como para beber de ella, un aroma a peras en almíbar y un andar discreto y pausado. Su voz: fuerte, no tibia ni dulce, con presencia, ventanas de un alma poderosa y pasional.
Así, sabiendo que aquel momento de inspiración debía ser inmortalizado sentado frente a su máquina comenzó a describirla, a escribir su pasado, sus sueños, inventó la biografía de una sombra solo viva en sus sueños. Se recostó y dispuesto a soñar con ella cerró los ojos mientras sostenía su texto descriptivo y específico a la espera de que aquellas letras se hicieran realidad algún día.
Muy temprano despertó orillado por el frío del rocio matutino. La ventana estaba abierta, y su escritorio era un desastre, la taza tirada en el suelo quebrada en mil pedazos, una manzana mordida y hojas regadas por doquier. No recordaba de hecho, que aquel desastre fuera provocado en algún momento por su persona explicando aquello como resultado quizá de su sueño. En ningún sitio encontró rastro alguno de la descripción específica de su mujer ideal, pareciera que aquel texto, ese pedazo de papel había desaparecido de la tierra.
Dubitativo, pero impulsado por sus obligaciones –que no podía relegar nuevamente en un ataque de responsabilidad y realidad- se preparó y salió de su casa a toda prisa. La oficina igual que siempre mostraba el sonar de las máquinas escribiendo a marchas forzadas textos aguardando a ser leídos. Las horas ocurrieron a ratos más prontas que otras y transcurrió el día –completamente olvidable- hasta que volvió a casa.
La casa estaba silenciosa, oscura aunque con un olor particularmente extraño. El desastre de la mañana había desaparecido, el clima estaba cálido, hogareño y limpio. De pronto, ante la imagen de lo desolada que es una casa solitaria Antoine quebró su semblante. Por un instante sintió ganas de llorar y su rostro siempre iluminado por algún sueño imaginario se torno aterido, abandonado.
-¿Por qué lloras?- preguntó una voz desconocida cuando el hombre posó sus manos a lo largo de su cara.
Antoine alzó la vista y entonces observó lo inesperado. Un montón de letras en papel, de su texto para ser más específicos, dibujaban la silueta de una mujer delgada y larga, sin rostro ni rasgos humanos más allá de su específica descripción escrita en letras poéticas. Ahí ante su mirada atónita, estaba su mujer ideal...

martes, 21 de agosto de 2012

Hechos temibles 5 Morir de imaginación


Morir de imaginación




Tic, tic, tic, tic.
El reloj oculto en la penumbra se hacía presente segundo tras segundo, respiro tras respiro, pestañeo tras pestañeo. La pequeña María temía pocas cosas en su vida: su gran miedo era sin lugar a dudas su propia mente, jaula de las bestias y los terrores más temibles concebidos por la humanidad. A sus escasos siete años odiaba una cosa como pocas personas en su vida entera podrían llegar a experimentar sentimiento alguno: deseaba hacer añicos el reloj, le sicotizaba de la peor forma: desataba su imaginación insana hasta el grado de que, en ocasiones, sus pensamientos se desbordaban y le asustaban de sobremanera. Cada noche tapaba sus oídos con cera, esto con la razón de que ante su descuido alguna bestia escaparía en algún momento del interior oscuro de su cabeza. A menudo con ayuda de espejos buscaba observar el interior de su mente por medio de sus oídos, negrura, solo apreciaba obscuridad, la nada, el vacío. Del infierno de su cabeza, tanto negro no podría significar otra cosa que muerte.
Tic tic, tic tic…el reloj parecía jamás detenerse.
A dos habitaciones sus padres dormían en completa calma, sin embargo la niña sabía desde hace un par de años que algo no iba bien con ella. Sus creaciones involuntarias le espantaban noche a noche, las veía acercarse a su cama y entonces ella debía cortarles la garganta con un cuchillo que escondía debajo de su almohada. Cada noche arriesgaba su vida y entonces, en las mañanas se le veía cansada, completamente abatida.  Su sombra le observaba desde la nada, la inmensidad del espacio que se encontraba dentro de espacios reducidos, el olvido entraba a su habitación cada noche a través de la oscuridad. Lo peor llegaba con el sueño: la pesadilla era incontenible, producto de su propia inocencia, aquello que le aquejaba solo era resultado de su propia y espantosa mente.
¿Cómo podría ser posible que una niña pequeña albergara el infierno en su mente? Un cuerpo diminuto es capaz de albergar realidades salvajes y terribles.
La pequeña María: cabello lacio, inmensamente largo, negro solo como la noche y sus ojos grandes que parecían dos antorchas en el limbo, aquella inmensa oscuridad le devoraba las entrañas y le hacía temer por la ceguera. Sus ojos solo apreciaban lo inmediato, una enorme mancha negra como su atormentaba cabeza. El silencio embargó su corazón que al percatarse que la noche estaba entrada, se estrujó, sintió la soledad del silencio, el vacío de las calles abandonadas, motivo por el que todos se refugiaban tras la recompensa a una aburrida vida: sus hermosos sueños. Pero no confunda aquello con los sueños comunes y vulgares, María temía de su imaginación, esta era la culpable de todo, del inicio y final, de la risa y el llanto, del odio y del amor, de la duda.
La pequeña niña despertó en medio de la noche tras su recurrente y espeluznante pesadilla. Constantemente soñaba con el gato negro que le perseguía en medio de la nada, su mirada roja y rabiosa le generaba la seguridad de que, si algún día le alcanzaba el escenario sería poco más que catastrófico.
El clima era turbulento, afuera una tormenta como hace veinte años no se veía una ocurría sin piedad, truenos, relámpagos, perros aullando y ruidos ilocalizables seguramente con proveniencia risoria alteraron a la niña hasta que esta comenzó a llorar desconsoladamente, todo eso quebró la paz de aquella pequeña casa. La inmensidad de la noche y el profundo sueño en que sus padres habían caído quizá ayudado por el hecho de que la lluvia y los ruidos ilocalizables eran cada vez más constantes y fuertes provocaron que la niña no recibiera auxilio alguno de estos. Entonces, solitaria, abandonada a su suerte comenzó su batalla recurrente, su imaginación comienza a trabajar: primero divisa los dedos esqueléticos y largos de un ser malévolo asomándose por la ventana, posteriormente aquello que parece un montón de ropa se convierte en un jorobado tuerto deseando dañar a la pequeña, de cerca observó que su boca se encontraba cosida, sus ojos desataban odio, estaban encendidos como si la tormenta de la calle les diera vida. Después sintió un cosquilleo en sus pies. Eran un montón de caballos diminutos que subían por su cuerpo, de sus lágrimas se formaron gusanos, y al final estaba él.
El gato negro con los ojos de fuego le miró desde una esquina oscura de su cuarto. Este reía como demente, la niña estaba inmóvil. El gato se acercó tanto que la niña sintió su aliento, olía a tierra húmeda, a muerto fresco. Jamás habían estado tan cerca. De pronto todo fue calma, nuevamente silencio y quietud.
Con el cuchillo en la mano la niña se determinó a remediar de una buena vez con aquella pesadilla, que se había convertido en su vida. Ignorando a los pequeños caballos, al  jorobado tuerto y a su sombra que observaba debajo de la puerta que nadie se acercara azotó un golpe fuerte y contundente. El gato soltó una última risotada como disfrutando de su muerte.
La noche continuó, la lluvia se terminó como agotada por su propia rabia y manchas de sangre se coagulaban hasta convertirse en costras con olor metálico. Su reflejo de la tenue luz de la luna poco a poco se desaparecieron. Hasta que tras ese momento en que todos parecen estar muertos en las calles, algún tosido sordo en el parabús indica que la vida comienza a tomar su forma cotidiana.
El tic tac del reloj fue lo único inmutable en la escena como si se tratara de un testigo ciego y mudo ante la crueldad del mundo. Eso y una gota que resistia a caer y morir de un árbol seco y grande en las afueras de la casa.

La figurita de la pequeña María con su diminuta nariz seca yacía inmóvil en el medio de la habitación. Su rostro denotaba paz, hermosura y al fin la prometida inocencia que todo niño merece ostentar antes de la terrible adultez. El tic tac del reloj no le molestaba, al fin había derrotado a su más odiado enemigo, su mente le daba tregua al fin. Silencio, paz y felicidad embriagaban la habitación, una imagen casi de postal a no ser por los pequeños hilitos de sangre que brotaban de los oídos y nariz de la niña…