Morir de imaginación
Tic, tic, tic, tic.
El reloj oculto en la penumbra se hacía presente segundo
tras segundo, respiro tras respiro, pestañeo tras pestañeo. La pequeña María
temía pocas cosas en su vida: su gran miedo era sin lugar a dudas su propia
mente, jaula de las bestias y los terrores más temibles concebidos por la
humanidad. A sus escasos siete años odiaba una cosa como pocas personas en su
vida entera podrían llegar a experimentar sentimiento alguno:
deseaba hacer añicos el reloj, le sicotizaba de la peor forma: desataba su
imaginación insana hasta el grado de que, en ocasiones, sus pensamientos se
desbordaban y le asustaban de sobremanera. Cada noche tapaba sus oídos con
cera, esto con la razón de que ante su descuido alguna bestia escaparía en
algún momento del interior oscuro de su cabeza. A menudo con ayuda de espejos
buscaba observar el interior de su mente por medio de sus oídos, negrura, solo
apreciaba obscuridad, la nada, el vacío. Del infierno de su cabeza, tanto negro
no podría significar otra cosa que muerte.
Tic tic, tic tic…el reloj parecía jamás detenerse.
A dos habitaciones sus padres dormían en completa calma, sin
embargo la niña sabía desde hace un par de años que algo no iba bien con ella.
Sus creaciones involuntarias le espantaban noche a noche, las veía acercarse a
su cama y entonces ella debía cortarles la garganta con un cuchillo que
escondía debajo de su almohada. Cada noche arriesgaba su vida y entonces, en
las mañanas se le veía cansada, completamente abatida. Su sombra le observaba desde la nada, la
inmensidad del espacio que se encontraba dentro de espacios reducidos, el
olvido entraba a su habitación cada noche a través de la oscuridad. Lo peor
llegaba con el sueño: la pesadilla era incontenible, producto de su propia
inocencia, aquello que le aquejaba solo era resultado de su propia y espantosa
mente.
¿Cómo podría ser posible que una niña pequeña albergara el
infierno en su mente? Un cuerpo diminuto es capaz de albergar realidades
salvajes y terribles.
La pequeña María: cabello lacio, inmensamente largo, negro
solo como la noche y sus ojos grandes que parecían dos antorchas en el limbo,
aquella inmensa oscuridad le devoraba las entrañas y le hacía temer por la
ceguera. Sus ojos solo apreciaban lo inmediato, una enorme mancha negra como su
atormentaba cabeza. El silencio embargó su corazón que al percatarse que la
noche estaba entrada, se estrujó, sintió la soledad del silencio, el vacío de
las calles abandonadas, motivo por el que todos se refugiaban tras la
recompensa a una aburrida vida: sus hermosos sueños. Pero no confunda aquello
con los sueños comunes y vulgares, María temía de su imaginación, esta era la
culpable de todo, del inicio y final, de la risa y el llanto, del odio y del
amor, de la duda.
La pequeña niña despertó en medio de la noche tras su
recurrente y espeluznante pesadilla. Constantemente soñaba con el gato negro
que le perseguía en medio de la nada, su mirada roja y rabiosa le generaba la
seguridad de que, si algún día le alcanzaba el escenario sería poco más que
catastrófico.
El clima era turbulento, afuera una tormenta como hace
veinte años no se veía una ocurría sin piedad, truenos, relámpagos, perros
aullando y ruidos ilocalizables seguramente con proveniencia risoria alteraron
a la niña hasta que esta comenzó a llorar desconsoladamente, todo eso quebró la
paz de aquella pequeña casa. La inmensidad de la noche y el profundo sueño en
que sus padres habían caído quizá ayudado por el hecho de que la lluvia y los
ruidos ilocalizables eran cada vez más constantes y fuertes provocaron que la
niña no recibiera auxilio alguno de estos. Entonces, solitaria, abandonada a su
suerte comenzó su batalla recurrente, su imaginación comienza a trabajar:
primero divisa los dedos esqueléticos y largos de un ser malévolo asomándose
por la ventana, posteriormente aquello que parece un montón de ropa se
convierte en un jorobado tuerto deseando dañar a la pequeña, de cerca observó
que su boca se encontraba cosida, sus ojos desataban odio, estaban encendidos
como si la tormenta de la calle les diera vida. Después sintió un cosquilleo en
sus pies. Eran un montón de caballos diminutos que subían por su cuerpo, de sus
lágrimas se formaron gusanos, y al final estaba él.
El gato negro con los ojos de fuego le miró desde una
esquina oscura de su cuarto. Este reía como demente, la niña estaba inmóvil. El
gato se acercó tanto que la niña sintió su aliento, olía a tierra húmeda, a
muerto fresco. Jamás habían estado tan cerca. De pronto todo fue calma, nuevamente
silencio y quietud.
Con el cuchillo en la mano la niña se determinó a remediar de
una buena vez con aquella pesadilla, que se había convertido en su vida.
Ignorando a los pequeños caballos, al
jorobado tuerto y a su sombra que observaba debajo de la puerta que
nadie se acercara azotó un golpe fuerte y contundente. El gato soltó una última
risotada como disfrutando de su muerte.
La noche continuó, la lluvia se terminó como agotada por su
propia rabia y manchas de sangre se coagulaban hasta convertirse en costras con
olor metálico. Su reflejo de la tenue luz de la luna poco a poco se
desaparecieron. Hasta que tras ese momento en que todos parecen estar muertos
en las calles, algún tosido sordo en el parabús indica que la vida comienza a
tomar su forma cotidiana.
El tic tac del reloj fue lo único inmutable en la escena
como si se tratara de un testigo ciego y mudo ante la crueldad del mundo. Eso y
una gota que resistia a caer y morir de un árbol seco y grande en las afueras
de la casa.
La figurita de la pequeña María con su diminuta nariz seca
yacía inmóvil en el medio de la habitación. Su rostro denotaba paz, hermosura y
al fin la prometida inocencia que todo niño merece ostentar antes de la
terrible adultez. El tic tac del reloj no le molestaba, al fin había derrotado
a su más odiado enemigo, su mente le daba tregua al fin. Silencio, paz y
felicidad embriagaban la habitación, una imagen casi de postal a no ser por los
pequeños hilitos de sangre que brotaban de los oídos y nariz de la niña…
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