martes, 20 de julio de 2010

Me declaro un odioso profesional.

No sé que tengo en mí, no sabría decirles con exactitud en cual proporción existe lo odioso, lo retraído y torpe en mí.
Ayer después de mucho tiempo, disfruté del centro en solitario, por primera vez en mucho tiempo volví a disfrutar de la música y de la idea de perderme en calles desconocidas que se aparecen frente a mí como un laberinto interminable e infranqueable.
Lugares opacos que cuando los recorro comprimen mi pecho, dificultan mi respiración, siento temor y me regocijo, disfruto de algo que me hastió hace un tiempo, pero que de entrada es mi innegable naturaleza.
Veo a unos jovencitos (no es que yo no lo sea), escuchando música de Hello Seahorse y recuerdo cuanto detesto a esa banda, los veo encantados con cosas que por simplonas no disfruto ni un poco y me echo a reír.
¿Adónde se me fueron estos momentos de quietud en los que me dedicaba a pensar en las letras?
De pronto, cuando me pongo a pensar mucho en esas cosas que no le cuento a nadie recibo un reproche, la soledad se toma en dosis moderadas y lentas, justo como el café que en exceso provoca ansiedad.
Hace poco escuché risas y mucha habla, escuché cosas que no van ni vienen a mi vida, me escuché a mí cuando perdí interés en escuchar cosas ajenas y no pude explicarme qué hacía ahí.
Es increíble como la realidad te acaba comiendo, no podría decirles tampoco cómo tan a menudo extraño estar solo, sentir ese algo tan desolador que da al ver a grupos juntarse mientras tu bebes en solitario en un ambiente festivo.
También cómo un día después vuelves al mismo sitio con la que llamas tu gente y buscas el menor pretexto para irte a la barra a beber solo, para ver a tu gente desde lejos hasta que algún temeroso del silencio se acerca y te pregunta qué haces solo.
No sé que existe en mí que soy alérgico a la gente, que no soporto por mucho, que no disfruto ni la mitad de mi vida cuando alguien me hace hablar.
Yo adoro el silencio.
Alguna vez leí sobre los autistas sociales, fue entonces cuando me sentí parte de un grupo; fue hasta ese día que creí en la idea esa de que todos pertenecemos a algo.
Hasta ayer volví a sentir el mundo como lo hacía desde niño, con el silencio interrumpido por mi música que suave entra en la escena como un murmullo en medio del caos citadino.
Olí la tierra mojada, vi el cielo gris y el horizonte de piedra tallada en estructuras y edificios claros, sentí la llegada de la lluvia y vi en silencio el caer de la noche tras un continuo y lento arranque de los faros eléctricos.
Ayer recordé porqué hace años reclamaba que me dijeran insensible, yo no soy insensible, soy un magnifico soñador.
Recordé a toda la gente que en mi vida ha intentado hacerme reír.
¿Para qué reír si con la cara que traigo soy feliz?
Quizá la gente se quita el nervio viéndome reír, quizá sonriendo la gente piensa que cumplo con un requisito social que le remite a que la paso bien.
¿Será grosero ser más feliz estando en silencio?
Puede que la verdad de todo es que no tengo algo bueno que decir y que cuando me piden abrir la boca en realidad preferiría llevarla cerrada, que prefiero escribir las palabras a decirlas, que no es que me guste estar solo, pero que disfruto del mundo cuando parece que voy no solo porque me gusta la quietud.
Soy inmutable, pacífico y calmo.
La gente me hace tempestad y entonces la entropía cuenta mi desorden, la teoría del caos cumple su factor de predicción y es seguro que en mí en esos instantes algo no anda bien.
Me gustan las cosas intangibles, los colores en el cielo al atardecer, la luminosidad que da en las calles justo antes de anochecer, esa que hace que parezca que uno está sumergido en el mar.
Me gusta sentir el miedo, la angustia de que los finales se acercan.
Me gustan las cosas que para la gente no existen.
Eso no me hace especial ni raro, eso solo complica explicarme qué es lo que sucede cuando estoy con gente y quiero irme a estar cómodo.
A menudo, sucede que cuando estoy con personas me siento más solo que cuando no estoy con ellos. Me extraño a mí.
Más inexplicable aún me parece que recibir noticias buenas para mí no me ha causado emoción ni júbilo, juro que si hoy me dijeran que soy todo lo que siempre quise y de pronto lo analizara y fuera cierto sería el tipo más apático del mundo.
Detesto estar así, detesto entender eso de que a todos les interesa contar como se sienten aún a costa de que al receptor ese tema no le sea ni del menor interés.

martes, 13 de julio de 2010

Antes de que me digas adiós III


De los vaqueros y los astronautas.


Esa noche recibí la llamada de mi hija María, desde que había partido a la universidad se le vio poco en la casa de nueva cuenta; o estudiaba, o salía de viaje con sus amigos, o después resultó que vivía con un tal José que cenó en nuestra casa un par de veces y que nos robó a nuestra hijita sin siquiera ofrecerle un matrimonio o algo estable. Dado en cuenta que sabía que la idea no nos gustaba para nada, sus visitas habían disminuido aún más, tras mí enfermedad llamaba a diario e inclusive quiso venir a quedarse unos días lo que rechacé de inmediato. Podría estar muriendo, pero jamás alimentaría a un delincuente como ese tal José, por si acaso a mi hijita se le ocurría incurrir en el error de traerlo con ella.
En la llamada me mencionaba su preocupación por mi salud al igual que en los últimos meses, insistió en ir a visitarnos a finales del invierno, lo que acepté por la cara de ogro que me puso, Lourdes que escuchaba desde el teléfono de la cocina y se asomó con el teléfono en el oído y el micrófono tapado.
Después le hablé como si fuera mi bebita, al parecer ese rufián estaba cerca de ella porque me contestó nerviosa y colgó poco después.
En esas horas la temperatura bajó muchos grados, acurrucados entre un montón de cobijas Lourdes y yo dormimos en paz para que al día siguiente tuviésemos la grata sorpresa de que había comenzado a nevar.
En dos días sería navidad y seguramente vendría a visitarnos mi hermana Selma, que inevitablemente traía siempre una ensalada de col, otra de betabel y pastel de frutas secas que nadie comía; mi hermano Abel que era el menor de nosotros y recién se había divorciado, vendría con su hija de dieciséis que siempre estaba deprimida y se vestía de colores opacos. También vendrían Isabel, la prima de Lourdes con su esposo Ramón, un vejete calvo que cada año contradecía todo lo que yo opinaba sobre cualquier cosa y Grace, la hermana de Lourdes con toda su numerosa familia.
Mi mujer sacó de la alacena unos malvaviscos pequeñitos que guardaba para estas épocas que habíamos comprado si no mal recuerdo hace dos meses en una oferta del súper mercado.
Eso no representaba el menor problema si tomamos en cuenta que los malvaviscos son alimentos que un espacio de vida que se prolonga lo suficiente si se mantienen en lugares secos y húmedos. De un tiempo para acá todas las cosas tienen esa indicación: “manténgase en un lugar fresco y seco”, desafortunadamente mi madre jamás lo leyó y de a tres por cuatro sacaba latas y pan enmohecido de la alacena cada que mi padre se decidía en un ataque de limpieza a rehacer el inventario de alimentos de la casa.
El día más memorable de mi vida entera se remite a mi sexto cumpleaños, yo nací el 3 de Enero de 1958, aquellos eran buenos tiempos.
Los astronautas unos años después reemplazaron a los vaqueros, todos los niños querían ser astronautas menos yo.
Siempre soñé con ir a las zonas más desérticas del mundo y establecerme como un forajido ingobernable.
El invierno en el que cumplí mi sexto año, la pasé de vacaciones en la casa de mis abuelos, ellos tenían una granja en la que lo menos que se podía decir era que fuese fértil.
Sus tierras se habían vuelto por alguna cosa del agua que nunca supe bien, infértiles y comenzaban a partirse de la sequedad que las invadía.
El clima era frío, pero su granero levantado junto a su cochinero y un pequeño estanque medio seco hacían de la granja el escenario perfecto para mis juegos imaginados en el lejano oeste.
Ese cumpleaños estuve con varios de mis primos que han muerto ya para hoy, sin embargo de algún modo muchos de los niños eran amables y atentos, no como hoy por lo que accedieron a jugar a mi placer y me dejaron ser el héroe de la escena.
Me acuerdo del perro labrador de mi abuelo, era enorme y viejo.
Él muy a su disgusto fungía como mi fiel caballo, la imagen debía ser risible, pues a la menor provocación este se cansaba y se tiraba en el piso a dormir mientras yo intentaba levantarlo para seguir en la persecución de los bandidos.
La mañana que comenzó a nevar en aquel entonces me sentí defraudado, jamás vi una película en la que algún vaquero estuviera en la nieve persiguiendo a los bandidos, me eché a llorar escandalosamente pero mi abuelo me tranquilizó con una buena tunda en las traseras.
Antes era más fácil atender a los niños, no como hoy que te dan un puntapié y se echan a correr para esconderse hasta que se te pasa el coraje o te preocupas lo suficiente para que le prometas que no le castigarás.
Al final en esas vacaciones en mi niñez, terminamos fingiendo que la superficie congelada de la granja era la superficie lunar y que el granero era nuestro cohete. Esas vacaciones se murieron los vaqueros para mí.
Ahora que si lo pienso, en la actualidad trabajar de astronauta debe resultar harto redituable a pesar de que los niños ya no los ven como héroes porque son más cotidianos. Entre prestaciones, sueldo y el seguro de vida que les dan las agencias espaciales, no me la pensaría elegir ser astronauta en vez de vaquero.
Uno tiene que ver por las comodidades sobre todo cuando se sufre desde los veintidós años de gastritis.
Mientras tanto en la cocina Lourdes preparaba un chocolate con malvaviscos, yo prendí la chimenea y traje unas cobijas y almohadas al sofá, abrí la ventana; todo estaba cubierto de blanco, había niños en esas ropas y gorras térmicas jugando a las guerritas y se veían sinceramente simpáticos resbalando por la humedad del piso.
Lourdes llegó con los chocolates y un mantel que poso debajo de estos en la mesa de centro.
El piso reflejaba a contraluz el fuego de la chimenea, Lourdes siempre olía bien, amaba sus secretos, jamás me dejó ver que perfume usaba, pero juro que lo reconocería en cualquier lado. Se tumbó junto a mí y me tapó las piernas con la cobija.
Suspiró y platicamos de banalidades hasta que la noche comenzó a caer, los niños desaparecieron poco a poco mientras eran llamados por sus madres y por último la chimenea se apagó a falta de combustible.
El frío nos despertó entrada la noche, media taza de mi chocolate yacía helada sobre la mesita de centro, nos fuimos a dormir.
Es increíble como a cierta edad no puedes dejar de dormir.


REmi

Antes de que me digas adiós II


Una buena tarde en el parque.

Esa mañana en el televisor se hablaba de la muerte de un famoso político llamado Carlos Urté, era el único tema de la televisión y se había hecho un gran desfile en la plaza principal de la capital, el mismísimo presidente estaba frente a un podio con una cara solemne despidiendo “a su colega, a su imbatible compañero que junto con él, buscó el bien de la población del país”.
Según algunos rumores ese hombre había muerto en una balacera por asuntos de delincuencia organizada, no por combatirla, más bien por querer engañar a los delincuentes y hasta habían inventado el cuento de que un niño que pasaba por el lugar había sido protegido por el político con su propio lomo.
-Quita eso Sami, ven a desayunar-me dijo mi vieja, en pijama parada en el arco de la entrada a la cocina ella siempre estaba conmigo y más después de que fui diagnosticado, a veces me trataba como niño, cuando sentía que esto me hartaba recordaba que al final ella debía estar quizá más angustiada que yo.
Apagué el televisor y me levanté de mi sofá, dejé la sección de deportes que hojeaba todas las mañanas sobre la mesita de centro y entre a la cocina que irradiaba aromas agradables, mi estómago siempre se había deleitado con la sazón de mi Lourdes.
Sobre la mesa tenía un rico plato de huevos revueltos con tocineta, una porción de queso fresco y una vasija con sopa de pollo picante.
Un poco de yogurt blanco con mango en trozos, un vaso grande de jugo rojo y un humeante y aromático café junto a los panquecitos que siempre presumía en la mesa.
-¿Cómo te sientes Sami?-
Nunca me había sentido mejor Lourdes, hasta creo que eso de la enfermedad es una farsa política como lo de ese tal Carlos Urté-
Lourdes se quedó callada, no le gustaba que vacilara con el asunto de mi enfermedad, mientras tanto yo comencé a comer rápidamente hasta que me di cuenta que a diferencia de otras veces, Lourdes no abría la boca para nada. Cuando levanté la vista ella estaba cabizbaja con dos grandes lágrimas en sus mejillas.
-No me gusta que seas así Sami-
Me quedé callado un momento y para arreglar la situación le dije que saldríamos a caminar un rato al parque Exequias Alves en el que nos conocimos hace más de cuarenta años ya.
Lourdes asintió con la cabeza y subió a arreglarse, las cosas de mujeres jamás las entenderé, no me explico porqué alguien se arregla para ir a un parque con gente sudorosa, pero seguí con mi rico desayuno mientras el café de Lourdes se enfriaba y poco a poco dejaba de soltar el humo que le daba tanta vida.
Cuando Lourdes bajó usaba unos zapatos cafés de piso, una falda floreada con detalles rosados, una bonita blusa blanca sin hombros y un sombrero de paja blanca.
Deberías usar suéter, el frío se soltó en estas últimas fechas.-Le dije.
-Traigo uno en mi bolso- Me contestó y se sentó en la sala del televisor mientras yo subía a ponerme cualquier cosa.
Bajé en menos de cinco minutos y Lourdes apagó el televisor, en él aún transmitían algo de la muerte del político ese, es increíble como la televisión parece más bien un juguete de cuerda en el que se repiten las cosas hasta el cansancio, posiblemente un día yo mismo aventaría el televisor por la ventana.
En el parque pasamos una mañana de lo más lindo, caminamos hasta llegar a una banca ubicada a las espaldas de la fuente del parque, sé que era la espalda porque el querubín orinador nos daba la espalda y a esa altura no sabía si era mejor que nos diera de frente o la espalda, esas fuentes siempre me habían parecido harto groseras.
Ese día transcurrió entre mimos y abrazos de Lourdes, a las dos de la tarde sacó de su bolso dos sándwiches de jalea y un termo con café acanelado, dos servilletas de rombos de colores y los colocó sobre nuestras piernas. Me sirvió café y observamos el transcurrir del día, a los árboles moribundos siendo abatidos por ventiscas heladas repentinamente mientras platicábamos del día que nos conocimos.
Ella siempre fue una chica simpática y bien portada en el colegio, yo era un cabeza dura que a la menor echaba bronca hasta al Sol cuando pegaba muy duro. Nadie jamás hubiese creído que una chica como ella se fijaría en alguien tan torpe y poco distinguido como yo hasta que en el baile de fin de cursos me invitó como su pareja. Lo juro, desde entonces había sido una chica única.
-Vamos, que ya casi se va el Sol y no te hará bien la helada de la noche- me dijo mientras se levantaba y me tomaba del antebrazo, siempre me cuidaba por cualquier cosa, inclusive antes de mi enfermedad, aunque esto no tuviera nada que ver con ella.
Quiero ver el atardecer, anda-le contesté y di golpecitos en la banca con la palma de mi mano para que se sentara junto a mí. Ella en uno de sus gestos encubiertos se sentó sobre mis piernas y posó su suéter sobre nuestros lomos mientras veíamos como el sol se metía entre los edificios de la ciudad dejando un bonito resplandor rojizo tras él.
Ahí estábamos mi chica y yo sentados como lo hacíamos de jóvenes, soñando con la vida y suspirando como jovenzuelos por un amor que distaba mucho de terminar.
A diferencia de esos días, ya no soñábamos con el futuro, no sabíamos si en realidad nos quedaba mucho de ese.

REmi

Antes de que me digas adiós I


De mi propia muerte



Me quedaban según el doctor Roland Smick alrededor de 5 meses de vida.
Desde esa mañana comencé a hacer la cuenta regresiva y el recuento de los daños: veintisiete años en la planta de energía nuclear asumiendo un trabajo casi religioso día a día y resultaba que el final de mi vida mi peligroso trabajo no tendría nada que ver con ello.
Estaba muriendo por hacer el bien, el asunto era totalmente dramático, una mala broma de la triste vida.
Una transfusión de sangre un día que se sentí bondadoso me llevó a adquirir una extraña enfermedad en la sangre la cual me impediría fluidez sanguínea a la larga, al final un inevitable infarto en el que poéticamente no se podría hacer nada.
Quizá solo morir.
Es terrible ser la punta en los datos de la declaración de nuevas enfermedades en el mundo, un mes después de que me infectara, mucho antes siquiera de que yo lo supiera se corrió la información como humo por todo el mundo; esta vez habían sido las arañas las portadoras del virus mutado.
Cuando me enteré de que mi hipocresía, de un día que había ganado 25 mil en la lotería y me sentí dadivoso y agradecido, y que quise compartirme con el mundo me iba a provocar la muerte caí en un llanto silencioso.
Saber que te vas morir no es fácil: cuentas, recuentas, revives, recuerdas, añoras, intentas vivir lo que jamás has vivido e inclusive encuentras las supuestas cosas “importantes” de la vida, que no son más que absurdas medidas de emergencia que en otras circunstancias serían absurdas.
Sin embargo, lo más duro es dejar de idealizar el futuro.
Así te das cuenta que el futuro es un sitio en el que todos pasamos la mayor parte de la vida sin darnos cuenta. En estos meses he leído, caminado y platicado como jamás lo habría hecho en una vida entera.
Al final tenía mi vida resuelta.
Cuando mi esposa se enteró corrió al baño y la escuché llorar en el anonimato que el balcón me brindaba mientras fumaba un cigarrillo. En la intimidad de la casa se hacia presente la tragedia, era insoportable enfrentarse de golpe a esta situación y por eso me cobije toda la noche bajo las estrellas a recordar mi infancia, mi juventud, mi vida entera.
Una mañana desperté y vi en el espejo unas ojeras profundas, perdidas en el espacio infinito del reflejo de mis ojos, que regresaba mil veces hasta que ya yo no era nada, vi todas mis pérdidas, vi la pérdida de unos cuantos años que se supone serian tranquilos y de mi vejez, esa para la que me había preparado toda la vida.
La había perdido ya.

De niño las cosas solían tener un sentido simple, una especie de humor insignificante que disipaba cualquier miedo, silencio o noche larga.
Mi madre compraba cigarrillos para hombre viejo y yo fumaba las colillas ante el asombro de mis amigos de barrio, más pequeños y enclenques, unos palurdos que me admiraban por tres pelos en el pecho a los doce.
Algunas noches soñaba con esa lejana infancia, con la sopa de mi madre, infalible de todos los Lunes, de mis fiebres que más que torturas se hacían maravillosas mañanas de modorra auspiciadas por la abuela que me daba gelatina líquida de limón y frutillas en conserva caseras.
Cuando ella murió mi madre me hizo besarla en la frente; yo lo hice con miedo, sentí su arrugada piel en mis labios, su frío, su inmóvil cuerpo sin alma y vi que en la muerte impera el silencio a quien la contempla.
Sufrí de insomnio sin recapacitar que: la muerte es un sueño inevitable.
Las noches circulaban como carreteras terroríficas, sentía a la muerte esperando en los rincones, viéndome hambrienta en espera de un descuido.

Noches que dormía en posición fetal abrazándome en mi eje, como si fuera la vida en si.

La mañana que inició mi último invierno fui a cita con el doctor Roland Smick, cada sesión vigilaba mi capacidad sanguínea, la densidad, coagulación y cantidad de sangre corporal. Las medía con unos aparatos parecidos a barómetros mientras yo me acostaba en su cama y veía la lámpara fluorescente intentando ignorar las jeringas.
Me daba una porción de concentrado de vitamina B y coagulantes especiales con hierro que a la larga dejarían de tener efectividad puesto que el virus mutaba hasta el desenlace fatídico.
Su consultorio olía a incienso de copal, me recordaba las prácticas de brujería que la abuela practicaba en el anonimato de su cuarto, mismas que descubrí un día escondido tras su parquet, que cuando salí juré durante meses a todos que mi abuela era el mismo diablo.
-¿Cómo voy doctor?-
El me miró severo, con una cara angustiada, y serio hizo unos apuntes en sus progresos.
-Interesante señor Platas- Esa era su frase invariablemente, que a mí me bastaba como una respuesta clara y concisa:
Nada que no se esperara, ningún milagro a la vista, ningún adelanto tampoco, mi muerte seguía en un camino seguro a lo inevitable.

REmi