martes, 13 de julio de 2010
Antes de que me digas adiós III
De los vaqueros y los astronautas.
Esa noche recibí la llamada de mi hija María, desde que había partido a la universidad se le vio poco en la casa de nueva cuenta; o estudiaba, o salía de viaje con sus amigos, o después resultó que vivía con un tal José que cenó en nuestra casa un par de veces y que nos robó a nuestra hijita sin siquiera ofrecerle un matrimonio o algo estable. Dado en cuenta que sabía que la idea no nos gustaba para nada, sus visitas habían disminuido aún más, tras mí enfermedad llamaba a diario e inclusive quiso venir a quedarse unos días lo que rechacé de inmediato. Podría estar muriendo, pero jamás alimentaría a un delincuente como ese tal José, por si acaso a mi hijita se le ocurría incurrir en el error de traerlo con ella.
En la llamada me mencionaba su preocupación por mi salud al igual que en los últimos meses, insistió en ir a visitarnos a finales del invierno, lo que acepté por la cara de ogro que me puso, Lourdes que escuchaba desde el teléfono de la cocina y se asomó con el teléfono en el oído y el micrófono tapado.
Después le hablé como si fuera mi bebita, al parecer ese rufián estaba cerca de ella porque me contestó nerviosa y colgó poco después.
En esas horas la temperatura bajó muchos grados, acurrucados entre un montón de cobijas Lourdes y yo dormimos en paz para que al día siguiente tuviésemos la grata sorpresa de que había comenzado a nevar.
En dos días sería navidad y seguramente vendría a visitarnos mi hermana Selma, que inevitablemente traía siempre una ensalada de col, otra de betabel y pastel de frutas secas que nadie comía; mi hermano Abel que era el menor de nosotros y recién se había divorciado, vendría con su hija de dieciséis que siempre estaba deprimida y se vestía de colores opacos. También vendrían Isabel, la prima de Lourdes con su esposo Ramón, un vejete calvo que cada año contradecía todo lo que yo opinaba sobre cualquier cosa y Grace, la hermana de Lourdes con toda su numerosa familia.
Mi mujer sacó de la alacena unos malvaviscos pequeñitos que guardaba para estas épocas que habíamos comprado si no mal recuerdo hace dos meses en una oferta del súper mercado.
Eso no representaba el menor problema si tomamos en cuenta que los malvaviscos son alimentos que un espacio de vida que se prolonga lo suficiente si se mantienen en lugares secos y húmedos. De un tiempo para acá todas las cosas tienen esa indicación: “manténgase en un lugar fresco y seco”, desafortunadamente mi madre jamás lo leyó y de a tres por cuatro sacaba latas y pan enmohecido de la alacena cada que mi padre se decidía en un ataque de limpieza a rehacer el inventario de alimentos de la casa.
El día más memorable de mi vida entera se remite a mi sexto cumpleaños, yo nací el 3 de Enero de 1958, aquellos eran buenos tiempos.
Los astronautas unos años después reemplazaron a los vaqueros, todos los niños querían ser astronautas menos yo.
Siempre soñé con ir a las zonas más desérticas del mundo y establecerme como un forajido ingobernable.
El invierno en el que cumplí mi sexto año, la pasé de vacaciones en la casa de mis abuelos, ellos tenían una granja en la que lo menos que se podía decir era que fuese fértil.
Sus tierras se habían vuelto por alguna cosa del agua que nunca supe bien, infértiles y comenzaban a partirse de la sequedad que las invadía.
El clima era frío, pero su granero levantado junto a su cochinero y un pequeño estanque medio seco hacían de la granja el escenario perfecto para mis juegos imaginados en el lejano oeste.
Ese cumpleaños estuve con varios de mis primos que han muerto ya para hoy, sin embargo de algún modo muchos de los niños eran amables y atentos, no como hoy por lo que accedieron a jugar a mi placer y me dejaron ser el héroe de la escena.
Me acuerdo del perro labrador de mi abuelo, era enorme y viejo.
Él muy a su disgusto fungía como mi fiel caballo, la imagen debía ser risible, pues a la menor provocación este se cansaba y se tiraba en el piso a dormir mientras yo intentaba levantarlo para seguir en la persecución de los bandidos.
La mañana que comenzó a nevar en aquel entonces me sentí defraudado, jamás vi una película en la que algún vaquero estuviera en la nieve persiguiendo a los bandidos, me eché a llorar escandalosamente pero mi abuelo me tranquilizó con una buena tunda en las traseras.
Antes era más fácil atender a los niños, no como hoy que te dan un puntapié y se echan a correr para esconderse hasta que se te pasa el coraje o te preocupas lo suficiente para que le prometas que no le castigarás.
Al final en esas vacaciones en mi niñez, terminamos fingiendo que la superficie congelada de la granja era la superficie lunar y que el granero era nuestro cohete. Esas vacaciones se murieron los vaqueros para mí.
Ahora que si lo pienso, en la actualidad trabajar de astronauta debe resultar harto redituable a pesar de que los niños ya no los ven como héroes porque son más cotidianos. Entre prestaciones, sueldo y el seguro de vida que les dan las agencias espaciales, no me la pensaría elegir ser astronauta en vez de vaquero.
Uno tiene que ver por las comodidades sobre todo cuando se sufre desde los veintidós años de gastritis.
Mientras tanto en la cocina Lourdes preparaba un chocolate con malvaviscos, yo prendí la chimenea y traje unas cobijas y almohadas al sofá, abrí la ventana; todo estaba cubierto de blanco, había niños en esas ropas y gorras térmicas jugando a las guerritas y se veían sinceramente simpáticos resbalando por la humedad del piso.
Lourdes llegó con los chocolates y un mantel que poso debajo de estos en la mesa de centro.
El piso reflejaba a contraluz el fuego de la chimenea, Lourdes siempre olía bien, amaba sus secretos, jamás me dejó ver que perfume usaba, pero juro que lo reconocería en cualquier lado. Se tumbó junto a mí y me tapó las piernas con la cobija.
Suspiró y platicamos de banalidades hasta que la noche comenzó a caer, los niños desaparecieron poco a poco mientras eran llamados por sus madres y por último la chimenea se apagó a falta de combustible.
El frío nos despertó entrada la noche, media taza de mi chocolate yacía helada sobre la mesita de centro, nos fuimos a dormir.
Es increíble como a cierta edad no puedes dejar de dormir.
REmi
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