martes, 13 de julio de 2010

Antes de que me digas adiós II


Una buena tarde en el parque.

Esa mañana en el televisor se hablaba de la muerte de un famoso político llamado Carlos Urté, era el único tema de la televisión y se había hecho un gran desfile en la plaza principal de la capital, el mismísimo presidente estaba frente a un podio con una cara solemne despidiendo “a su colega, a su imbatible compañero que junto con él, buscó el bien de la población del país”.
Según algunos rumores ese hombre había muerto en una balacera por asuntos de delincuencia organizada, no por combatirla, más bien por querer engañar a los delincuentes y hasta habían inventado el cuento de que un niño que pasaba por el lugar había sido protegido por el político con su propio lomo.
-Quita eso Sami, ven a desayunar-me dijo mi vieja, en pijama parada en el arco de la entrada a la cocina ella siempre estaba conmigo y más después de que fui diagnosticado, a veces me trataba como niño, cuando sentía que esto me hartaba recordaba que al final ella debía estar quizá más angustiada que yo.
Apagué el televisor y me levanté de mi sofá, dejé la sección de deportes que hojeaba todas las mañanas sobre la mesita de centro y entre a la cocina que irradiaba aromas agradables, mi estómago siempre se había deleitado con la sazón de mi Lourdes.
Sobre la mesa tenía un rico plato de huevos revueltos con tocineta, una porción de queso fresco y una vasija con sopa de pollo picante.
Un poco de yogurt blanco con mango en trozos, un vaso grande de jugo rojo y un humeante y aromático café junto a los panquecitos que siempre presumía en la mesa.
-¿Cómo te sientes Sami?-
Nunca me había sentido mejor Lourdes, hasta creo que eso de la enfermedad es una farsa política como lo de ese tal Carlos Urté-
Lourdes se quedó callada, no le gustaba que vacilara con el asunto de mi enfermedad, mientras tanto yo comencé a comer rápidamente hasta que me di cuenta que a diferencia de otras veces, Lourdes no abría la boca para nada. Cuando levanté la vista ella estaba cabizbaja con dos grandes lágrimas en sus mejillas.
-No me gusta que seas así Sami-
Me quedé callado un momento y para arreglar la situación le dije que saldríamos a caminar un rato al parque Exequias Alves en el que nos conocimos hace más de cuarenta años ya.
Lourdes asintió con la cabeza y subió a arreglarse, las cosas de mujeres jamás las entenderé, no me explico porqué alguien se arregla para ir a un parque con gente sudorosa, pero seguí con mi rico desayuno mientras el café de Lourdes se enfriaba y poco a poco dejaba de soltar el humo que le daba tanta vida.
Cuando Lourdes bajó usaba unos zapatos cafés de piso, una falda floreada con detalles rosados, una bonita blusa blanca sin hombros y un sombrero de paja blanca.
Deberías usar suéter, el frío se soltó en estas últimas fechas.-Le dije.
-Traigo uno en mi bolso- Me contestó y se sentó en la sala del televisor mientras yo subía a ponerme cualquier cosa.
Bajé en menos de cinco minutos y Lourdes apagó el televisor, en él aún transmitían algo de la muerte del político ese, es increíble como la televisión parece más bien un juguete de cuerda en el que se repiten las cosas hasta el cansancio, posiblemente un día yo mismo aventaría el televisor por la ventana.
En el parque pasamos una mañana de lo más lindo, caminamos hasta llegar a una banca ubicada a las espaldas de la fuente del parque, sé que era la espalda porque el querubín orinador nos daba la espalda y a esa altura no sabía si era mejor que nos diera de frente o la espalda, esas fuentes siempre me habían parecido harto groseras.
Ese día transcurrió entre mimos y abrazos de Lourdes, a las dos de la tarde sacó de su bolso dos sándwiches de jalea y un termo con café acanelado, dos servilletas de rombos de colores y los colocó sobre nuestras piernas. Me sirvió café y observamos el transcurrir del día, a los árboles moribundos siendo abatidos por ventiscas heladas repentinamente mientras platicábamos del día que nos conocimos.
Ella siempre fue una chica simpática y bien portada en el colegio, yo era un cabeza dura que a la menor echaba bronca hasta al Sol cuando pegaba muy duro. Nadie jamás hubiese creído que una chica como ella se fijaría en alguien tan torpe y poco distinguido como yo hasta que en el baile de fin de cursos me invitó como su pareja. Lo juro, desde entonces había sido una chica única.
-Vamos, que ya casi se va el Sol y no te hará bien la helada de la noche- me dijo mientras se levantaba y me tomaba del antebrazo, siempre me cuidaba por cualquier cosa, inclusive antes de mi enfermedad, aunque esto no tuviera nada que ver con ella.
Quiero ver el atardecer, anda-le contesté y di golpecitos en la banca con la palma de mi mano para que se sentara junto a mí. Ella en uno de sus gestos encubiertos se sentó sobre mis piernas y posó su suéter sobre nuestros lomos mientras veíamos como el sol se metía entre los edificios de la ciudad dejando un bonito resplandor rojizo tras él.
Ahí estábamos mi chica y yo sentados como lo hacíamos de jóvenes, soñando con la vida y suspirando como jovenzuelos por un amor que distaba mucho de terminar.
A diferencia de esos días, ya no soñábamos con el futuro, no sabíamos si en realidad nos quedaba mucho de ese.

REmi

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