viernes, 21 de septiembre de 2012

Monótona



Los ojos bien cerrados. Atenta a su sueño hasta que despierta y entonces, quisiera seguir soñando. Un cuarto opaco, paredes con un tapiz viejo, amarillento, con figuras de aves que parecen presas dentro de una gran jaula. Igual que ella.
Una foto de su boda, de ella, de él, ambos jóvenes, alguna en la esquina más olvidada de cuando era niña. Su figura entallada, la belleza pasajera de la juventud una sonrisa que parece borrada por un gesto sardónico aprendido a perfeccionar la falsedad con el paso de los años. Un alhajero empolvado con algunos tesoros que rara vez son utilizados. Vestidos, labiales, zapatos, un espejo.
Ahí se observa y prefiere desviar la vista de nueva cuenta a las fotografías. Vieja, con olor a consultorio, su cuerpo algo encorvado, su mirada algo seca, su rostro antiguo, arrugado, ahora usa cabello corto y con ello acepta su derrota. La muerte se le acerca, aunque de algún modo ella ya está muerta ahora mismo. Martín aún no despierta.
Está dormido como todos los domingos hasta tarde, se levanta y prende el televisor con una cerveza en la mano. Frente al televisor parece vislumbrar la nada. Se queda dormido a ratos y después comen algún antojo grasiento del mercado ubicado a dos esquinas de su enorme y solitaria casa. Todos los lunes se levanta de malas, con su jeta de enfado, con su cuerpo gordo, con olor a loción de supermercado y su miedo y mediocridad que hace unos años Silvia entendió como seguridad.
Ella se sienta con un tejido unas cuantas horas y aprecia el recorrido del Sol sobre la circunferencia terrestre. De día a noche en un instante eterno, aburrido, desesperante. Ahí Martín, indiferente a la infelicidad creciente de Silvia que envejece y muere. Ella ya no lo quiere, le repudia, le odia. Le agradecería que se confesara algún día con un romance, una jovencita fea y escuálida, una vieja más fea que ella misma, cualquier salida de esta prisión de aparador.
Los recuerdos le atormentan ya que sus sueños murieron en una tumba de cemento y concreto. Imagina si su futuro le depara una vejez junto a ese hombre, una muerte recostada en su cama, toda solitaria y con el consuelo de que todo pronto acabaría. No lo soportaba más.
Se levantó, observó el montón de trastes sucios, las tazas con té frío, la manzana a medio comer de Martín, las plantas colocadas en macetitas con motivos coloridos, la estufa vieja y sucia, el refrigerador y el reloj de pared con su tic tac indetenible. Miró el horizonte, la decadente calle de domingo, vacía y triste, iluminada por lámparas titilantes mientras apenas unas estrellas comenzaban a inundar el firmamento. Toma un cuchilo y lo aprieta firmamente contra sus muñecas. Piensa en su muerte y teme ir al infierno, siempre fue muy religiosa. Al menos tan pronto.
Se asoma por la cocina y Martín le implora por otra cerveza. Ahí, sin importarle el mundo, ni sus paisajes ni nada. Solo su Soccer aburrido y mediocre. El sinfín de aburridos empates, uno tras otro, jamás verán un fin.
Y ella de seguir así inundaría su casa con mantelitos de macramé, de cientos de colores y formas, muerta igual quedarían aquellas fotos envejeciéndo, ese tapiz del cuarto aprisionando a sus huéspedes y su esposo bebiendo y tratándo de olvidar  que está vivo. No había visto en su vida a ser capaz de ignorar su propia existencia de una forma tan concreta y directa.
Con cuchillo en mano se acerca a sus espaldas. Este extiende la mano sin mirarle siquiera. No le importa, ella le sirve, da igual si vive si trae la cerveza, hace la cama y sirve la comida. Se coloca a sus espaldas y da un duro corte. La cabeza del hombre se va de un lado a otro, queda como muñeco de trapo. Su obeso y asqueroso cuerpo es arrastrado un tanto más tarde por su esposa hasta el automóvil. Ella regresa a la habitación, abre la ventana y comienza a arreglarse a pesar de la hora. Saca de su alhajero las piezas más preciosas y se las pone todas, usa su perfume más caro, olvidado en el fondo de su buró y evita el espejo, quiere creer que es joven, esa de las fotografías de nueva cuenta.
Vuelve al auto se sienta y emprende la marcha. Martín con la cara al cielo parece el joven soñador que ella amó. Irán a dar la vuelta, un paseo romántico de domingo por la noche y volverán hasta tarde, muy tarde. Silvia siente mariposas en el estómago, con el panorama de su futuro está segura de que se volverá a enamorar.

REmi (Y después de tanto, no puedo dejar de escribir).