Los ojos bien cerrados. Atenta a su sueño hasta que
despierta y entonces, quisiera seguir soñando. Un cuarto opaco, paredes con un
tapiz viejo, amarillento, con figuras de aves que parecen presas dentro de una
gran jaula. Igual que ella.
Una foto de su boda, de ella, de él, ambos jóvenes, alguna
en la esquina más olvidada de cuando era niña. Su figura entallada, la belleza
pasajera de la juventud una sonrisa que parece borrada por un gesto sardónico
aprendido a perfeccionar la falsedad con el paso de los años. Un alhajero
empolvado con algunos tesoros que rara vez son utilizados. Vestidos, labiales,
zapatos, un espejo.
Ahí se observa y prefiere desviar la vista de nueva cuenta a
las fotografías. Vieja, con olor a consultorio, su cuerpo algo encorvado, su
mirada algo seca, su rostro antiguo, arrugado, ahora usa cabello corto y con
ello acepta su derrota. La muerte se le acerca, aunque de algún modo ella ya
está muerta ahora mismo. Martín aún no despierta.
Está dormido como todos los domingos hasta tarde, se levanta
y prende el televisor con una cerveza en la mano. Frente al televisor parece
vislumbrar la nada. Se queda dormido a ratos y después comen algún antojo
grasiento del mercado ubicado a dos esquinas de su enorme y solitaria casa.
Todos los lunes se levanta de malas, con su jeta de enfado, con su cuerpo
gordo, con olor a loción de supermercado y su miedo y mediocridad que hace unos
años Silvia entendió como seguridad.
Ella se sienta con un tejido unas cuantas horas y aprecia el
recorrido del Sol sobre la circunferencia terrestre. De día a noche en un
instante eterno, aburrido, desesperante. Ahí Martín, indiferente a la
infelicidad creciente de Silvia que envejece y muere. Ella ya no lo quiere, le
repudia, le odia. Le agradecería que se confesara algún día con un romance, una
jovencita fea y escuálida, una vieja más fea que ella misma, cualquier salida
de esta prisión de aparador.
Los recuerdos le atormentan ya que sus sueños murieron en
una tumba de cemento y concreto. Imagina si su futuro le depara una vejez junto
a ese hombre, una muerte recostada en su cama, toda solitaria y con el consuelo
de que todo pronto acabaría. No lo soportaba más.
Se levantó, observó el montón de trastes sucios, las tazas
con té frío, la manzana a medio comer de Martín, las plantas colocadas en
macetitas con motivos coloridos, la estufa vieja y sucia, el refrigerador y el
reloj de pared con su tic tac indetenible. Miró el horizonte, la decadente calle
de domingo, vacía y triste, iluminada por lámparas titilantes mientras apenas
unas estrellas comenzaban a inundar el firmamento. Toma un cuchilo y lo aprieta
firmamente contra sus muñecas. Piensa en su muerte y teme ir al infierno,
siempre fue muy religiosa. Al menos tan pronto.
Se asoma por la cocina y Martín le implora por otra cerveza.
Ahí, sin importarle el mundo, ni sus paisajes ni nada. Solo su Soccer aburrido
y mediocre. El sinfín de aburridos empates, uno tras otro, jamás verán un fin.
Y ella de seguir así inundaría su casa con mantelitos de
macramé, de cientos de colores y formas, muerta igual quedarían aquellas fotos
envejeciéndo, ese tapiz del cuarto aprisionando a sus huéspedes y su esposo
bebiendo y tratándo de olvidar que está
vivo. No había visto en su vida a ser capaz de ignorar su propia existencia de una
forma tan concreta y directa.
Con cuchillo en mano se acerca a sus espaldas. Este extiende
la mano sin mirarle siquiera. No le importa, ella le sirve, da igual si vive si
trae la cerveza, hace la cama y sirve la comida. Se coloca a sus espaldas y da
un duro corte. La cabeza del hombre se va de un lado a otro, queda como muñeco
de trapo. Su obeso y asqueroso cuerpo es arrastrado un tanto más tarde por su
esposa hasta el automóvil. Ella regresa a la habitación, abre la ventana y
comienza a arreglarse a pesar de la hora. Saca de su alhajero las piezas más
preciosas y se las pone todas, usa su perfume más caro, olvidado en el fondo de
su buró y evita el espejo, quiere creer que es joven, esa de las fotografías de
nueva cuenta.
Vuelve al auto se sienta y emprende la marcha. Martín con la
cara al cielo parece el joven soñador que ella amó. Irán a dar la vuelta, un
paseo romántico de domingo por la noche y volverán hasta tarde, muy tarde.
Silvia siente mariposas en el estómago, con el panorama de su futuro está
segura de que se volverá a enamorar.
REmi (Y después de tanto, no puedo dejar de escribir).
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