viernes, 27 de julio de 2012

Bestiario uno: De las sombras dictadoras y de los peones escribas.




Un día en específico, cuando leí por vez primera un Haikú me di cuenta de que la grandeza puede contenerse en lo más pequeño. En ese entonces, mi yo de unos ocho años, dejó desear de crecer tan rapidamente y comprendió que todo lo complejo proviene de la sencillez con que está conformado.
Todo lo existente, lo más grande, complejo, surge de pequeños trozos de existencias que por su sencillez son quizá más complejas que aquello que observamos y tocamos con facilidad. Pero jamás comprendí que aquellos textos inspiradores, pese a su brevedad eran comprendidos por la sombra. La sombra es aquello que nos hace y cargamos, a veces liviana y otras en penurias deprimentes, se convierte en un peso incargable al grado que la noche llega y esta se hace más grande que nosotros y nos envuelve por completo.
Hace no mucho leí que se pudo fotografiar la sombra de un átomo, imagine usted: lo más mínimo que nos compone existe y tiene masa, pese a que todo eso que nos hace se encuentra compacto, existe espacio entre ello, es decir, la desintegración es posible, todo lo que usted es, se encuentra unido por fuerzas magnéticas que no puede comprender. Su diminuta, casi indiferente existencia se divide en formas aún más abstractas y poco estéticas a las que cada mañana pretende no conocer frente al espejo.
Aún así, pese a todas las penurias un escritor se sienta frente a su máquina y comienza a soñar con los ojos en el teclado. Siente tocar música con el tic tic de sus golpes, aprecia a su entorno transcurrir entre día y noche, espanto y olvido, lluvia, tempestad, sórdidez y calma. Un día de niño tuve una pesadilla que me dejó asustado, completamente paralizado: mis manos se deformaban y yo me convertía en algo distinto, a ciegas sentía que mi ser era otro y que ahí en mi sombra las letras se escondían y murmuraban a mis espaldas.
Después entre el olvido y el tiempo esa sombra se convirtió en vaho, el tiempo se hizo pesado y parecía que mi propia sombra servía unicamente para marcar a mi inobservancia su existencia, carente de apreciación y sobre todo de letras. Después, un poco más grande me senté frente a un telado completamente asombrado por las letras de Ibargüengoitia. Fui entonces no más que un engreído al creer que el oficio del cuento, la historia, novela, poesía, prosa y cualquier otra especie contenida en la existencia de las sombras dibujadas que son las letras se entregaría tan facilmente a un muchacho que soñaba mucho, pero poco hablaba con ellas.
Entonces, la cabeza del escritor es una bomba de tiempo que se llena de esperanza y furia, de recuerdo, de silencio, y aquello se llena poco a poco como un padecimiento crónico, le da días y noches en la total angustia hasta que un buen día decide una de dos: o muere o escribe, porque ambas no son compatibles, ni mucho menos la ausencia de las dos.
Y es que las letras no evitan la muerte, al contrario, te acercan a tu propio fin y el fin del punto es una muerte pequeña que desagarra el llanto de aquel que escribe. Y su furia y su devoción a estas sombras que toma de su propio ser para formar lo que es lo matan y lo hacen inmortal.
Y su imaginación es su amor, su olvido, su ignorancia y su luz, aquella que proyecta la sombra en formas nunca antes concebidas y de su mirada a la nada surge todo lo que tiene. De la nada, de lo intangible, de lo no pensado, del recuerdo de hecho que nunca ocurrieron o que lo hicieron de formas secretas. El verdadero escritor, ausente del mundo, lo entiende mejor que los que están y opinan de todo.
El verdadero escritor escribe porque muere de imaginación, no por ser leído ni por ser escritor, las letras le deben lo que sus miedos le callan. Todo le habla al escritor, la tetera, el humo del café, el viento, el silencio y el gato que le ignora. Su sombra es su principal relatora, así que entienda, el escritor no es un genio, no es listo ni especial, mucho menos único, es un peón del destino y del entorno inmediato, está condicionado a obedecer todo aquello que su sombra le dicta. Las letras lo hacen feliz y a la vez le causan una inmensa amargura. El escritor, al igual que usted muere, pero muere cada mañana de imaginación y lo único que no entiende es como el resto de las personas ignoran el constante dictado del tiempo, que pesa y es liviano, y sabe a sal, amargo y sin embargo le provoca las más dulces sonrisas también.
Proximamente aquí en ikedelaspalabras.blogspot.com Hechos Temibles 5.

Diego