jueves, 11 de octubre de 2012

El sonido de la risa

El viejo miraba por la ventana.
A cierta edad el sueño se esfuma del hombre, quizá por la certeza de que la muerte está cercana. Sintió el frío matutino, de ese instante específico en que no es noche ni mañana, aquel en el que insomnes se encuentran tan cerca del sueño como de la muerte. El segundo perdido entre la nada y el todo. Abrió el ventanal por completo, el interior de su pequeño pero ordenado departamento se congeló de inmediato, el suspiro del mundo entero le acompañaba a tomar un café cargado que había preparado para la ocasión.
Taciturno, apreciaba la redondez de la Tierra, divisada en un paisaje lleno de luces que titilaban como estrellas agonizantes, edificios que parecían gigantes solitarios, lágrimas se asomaban en su mirada cada vez más seca, más nublada y escasa. El mundo entero estaba ahí, frente a su persona y aún a pesar de ello, nadie sabía que él existía en ese momento, espiándo a millones de personas aún sumidas en sus sueños. Tan insignificantes, sumisas, susceptibles e inocentes.
Curiosamente no era un día feliz para él. Su mujer había muerto hace dos meses apenas. Cuarenta y siete años de matrimonio sellados en un último suspiro que la quitó de sus brazos. Un segundo que hace que cuarenta y siete años se conviertan en un pasado a recordar. En mañanas con desayuno de cereal barato y leche fría, escalofríos de cuchara metálica, silencio, y angustia. En días de añorar el trabajo, el cansancio, esas cosas que odiamos toda la vida y deseamos se acaben algún día. Todo para que tan solo disfrutes dos años de retiro y los demás sea un sentimiento inaudito el abandono, el sentirte viejo, un estorbo, la soledad en el espejo divisando la lenta pero segura llegada de la muerte.
Ha pasado un mes entero asistiéndo al psicólogo, después al psiquiatra atesorando el encuentro de algúna sensación más fuerte. Después buscó ayuda espiritual, talleres de baile, conocer a mujeres viejas como él, inclusive recurrió al pago por el amor oral de una jovencita flaca que le miraba con asco. La familia, las amistades, la muerte y el refugio de la religión poco hicieron por él. Había llegado el momento en que la muerte se convierte en un consuelo que recorría su mente cada que llegaba la noche y observaba el vacío y negro techo de la habitación durante horas. En una idea divagante y punzante en la cabeza, en aquel detonador de la imaginación que hacía que tras unos minutos su piel se encontrara helada y su café frío, sin alma.
Una foto de su juventud miraba junto a él el panorama, era de un viaje de vacaciones de hacía ya décadas atrás, su mujer con un vestido de playa lucía apenas los primeros estragos de la vida. Si él tocaba su propio rostro justo ahora, caminos profundos de vejez fungirían como escritura braile de su vida. Historias olvidadas en el espejo ante una mirada cada vez más ciega, voces que cundían como ecos que le impedían dormir.
 En su regazo un vestido de su esposa aún soltaba el aroma de su perfume. Peras y alguna flor indescifrable inundaron la helada habitación. Observa las cuentas e impuestos con detenimiento...
Piensa en lo curioso que es ser humano: se debe pagar por vivir, se debe pertenecer a algo, uno se debe vestir, mientras más caro menos miradas se reciben de desagrado, se compra, se paga, se duerme menos de lo que se desearía y a la larga ese mundo termina por agobiar los sueños de hombres que matan al niño que jamás debieron ignorar.
Harto, hace pedazos los papeles de las cuentas, está demasiado viejo para pensar en impuestos, en salidas al doctor, en psicólogos, saludos mustíos cada mañana a vecinos que cuchichean su soledad o inclusive el contestar llamadas desaganadas en el próximo fin de año de sus hijos y nietos.
 Un cuervo le mira desde el camellón. Sostenido en un cable de luz le acompaña en su silencio. Esa es la compañía más sincera que ha tenido desde hace años, el cuervo ignora pena, tristeza o herencias. Está ahí sinceramente quizá, esperando su muerte para devorar los ojos secos de un viejo que tienen poco más que ver de esta vida. Una compañía con un interés sincero.
El viejo observa al cuervo a lo lejos, su silueta es la única carroza fúnebre que necesita, de frente, observando quizá una mano fantasmagórica recorrer la sien del anciano que es un demiurgo de la fatalidad. El viejo se levanta, poco a poco, con problemas, retira su ropa, por ahí su suéter, sus pantalones, sus figuras religiosas.
Se aprecia nuevamente al espejo: solitario, arrugado, feo. Con ese olor a humedad, a clínica y a loción de naranja de supermercado barata que casi todos los viejos adquieren a su tiempo. Su vino triste, su cara de cárcel, su espanto, su olvido y ante todo la falta de su mujer en esa conciencia que oculta detrás de huesos, grasa, músculos y ligamentos viejos y roídos falta hace ya demasiado tiempo.
El cuervo quizá saliva al observar la fatalidad acercarse a su avenida. El viejo envuelve su cuerpo en el vestido de su mujer y se sube trabajosamente a la ventana. La ciudad apenas despierta, le da mucha gracia saber que nunca más tendrá que obedecer ninguna regla, también le complace pensar en a cuantos les arruinará su día ya estando inmóvil y frío como el café. De hecho tira el café al subir con torpeza a su último estrado.
Ahí, con la taza rota, la bebida helada y negra como el universo se convierte en un espejo que refleja su fatalidad, su última sonrisa. Aspira fuerte el aroma de su mujer y observa por última vez el horizonte gris de ciudad. Los primeros rayos de Sol ocurren justo en ese instante.
Sonríe, se avienta al precipicio.

Diego.(REmi)

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