martes, 13 de julio de 2010

Antes de que me digas adiós I


De mi propia muerte



Me quedaban según el doctor Roland Smick alrededor de 5 meses de vida.
Desde esa mañana comencé a hacer la cuenta regresiva y el recuento de los daños: veintisiete años en la planta de energía nuclear asumiendo un trabajo casi religioso día a día y resultaba que el final de mi vida mi peligroso trabajo no tendría nada que ver con ello.
Estaba muriendo por hacer el bien, el asunto era totalmente dramático, una mala broma de la triste vida.
Una transfusión de sangre un día que se sentí bondadoso me llevó a adquirir una extraña enfermedad en la sangre la cual me impediría fluidez sanguínea a la larga, al final un inevitable infarto en el que poéticamente no se podría hacer nada.
Quizá solo morir.
Es terrible ser la punta en los datos de la declaración de nuevas enfermedades en el mundo, un mes después de que me infectara, mucho antes siquiera de que yo lo supiera se corrió la información como humo por todo el mundo; esta vez habían sido las arañas las portadoras del virus mutado.
Cuando me enteré de que mi hipocresía, de un día que había ganado 25 mil en la lotería y me sentí dadivoso y agradecido, y que quise compartirme con el mundo me iba a provocar la muerte caí en un llanto silencioso.
Saber que te vas morir no es fácil: cuentas, recuentas, revives, recuerdas, añoras, intentas vivir lo que jamás has vivido e inclusive encuentras las supuestas cosas “importantes” de la vida, que no son más que absurdas medidas de emergencia que en otras circunstancias serían absurdas.
Sin embargo, lo más duro es dejar de idealizar el futuro.
Así te das cuenta que el futuro es un sitio en el que todos pasamos la mayor parte de la vida sin darnos cuenta. En estos meses he leído, caminado y platicado como jamás lo habría hecho en una vida entera.
Al final tenía mi vida resuelta.
Cuando mi esposa se enteró corrió al baño y la escuché llorar en el anonimato que el balcón me brindaba mientras fumaba un cigarrillo. En la intimidad de la casa se hacia presente la tragedia, era insoportable enfrentarse de golpe a esta situación y por eso me cobije toda la noche bajo las estrellas a recordar mi infancia, mi juventud, mi vida entera.
Una mañana desperté y vi en el espejo unas ojeras profundas, perdidas en el espacio infinito del reflejo de mis ojos, que regresaba mil veces hasta que ya yo no era nada, vi todas mis pérdidas, vi la pérdida de unos cuantos años que se supone serian tranquilos y de mi vejez, esa para la que me había preparado toda la vida.
La había perdido ya.

De niño las cosas solían tener un sentido simple, una especie de humor insignificante que disipaba cualquier miedo, silencio o noche larga.
Mi madre compraba cigarrillos para hombre viejo y yo fumaba las colillas ante el asombro de mis amigos de barrio, más pequeños y enclenques, unos palurdos que me admiraban por tres pelos en el pecho a los doce.
Algunas noches soñaba con esa lejana infancia, con la sopa de mi madre, infalible de todos los Lunes, de mis fiebres que más que torturas se hacían maravillosas mañanas de modorra auspiciadas por la abuela que me daba gelatina líquida de limón y frutillas en conserva caseras.
Cuando ella murió mi madre me hizo besarla en la frente; yo lo hice con miedo, sentí su arrugada piel en mis labios, su frío, su inmóvil cuerpo sin alma y vi que en la muerte impera el silencio a quien la contempla.
Sufrí de insomnio sin recapacitar que: la muerte es un sueño inevitable.
Las noches circulaban como carreteras terroríficas, sentía a la muerte esperando en los rincones, viéndome hambrienta en espera de un descuido.

Noches que dormía en posición fetal abrazándome en mi eje, como si fuera la vida en si.

La mañana que inició mi último invierno fui a cita con el doctor Roland Smick, cada sesión vigilaba mi capacidad sanguínea, la densidad, coagulación y cantidad de sangre corporal. Las medía con unos aparatos parecidos a barómetros mientras yo me acostaba en su cama y veía la lámpara fluorescente intentando ignorar las jeringas.
Me daba una porción de concentrado de vitamina B y coagulantes especiales con hierro que a la larga dejarían de tener efectividad puesto que el virus mutaba hasta el desenlace fatídico.
Su consultorio olía a incienso de copal, me recordaba las prácticas de brujería que la abuela practicaba en el anonimato de su cuarto, mismas que descubrí un día escondido tras su parquet, que cuando salí juré durante meses a todos que mi abuela era el mismo diablo.
-¿Cómo voy doctor?-
El me miró severo, con una cara angustiada, y serio hizo unos apuntes en sus progresos.
-Interesante señor Platas- Esa era su frase invariablemente, que a mí me bastaba como una respuesta clara y concisa:
Nada que no se esperara, ningún milagro a la vista, ningún adelanto tampoco, mi muerte seguía en un camino seguro a lo inevitable.

REmi

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