Antoine cerraba los ojos y sentía el vértigo que solo las
letras pueden producir con sus palabras, todas aquellas abiertas a su lectura,
al menos lo estarían mañana a primera hora cuando el periódico se publicara
atendiendo temas desde lo político hasta lo más banal e irrelevante como lo es
el medio artístico que engalana a hombres comunes con mucho más tiempo que el
resto de las personas para expresar su comúnmente irrelevante sentir.
A través de la ventana hombres corrían ocultándose ora del
calor, ora de la lluvia, o quizá de alguna persona que interrumpiera con sus
planes pícaros. Algunos también buscaban algo, algunos sabían qué y otros
tantos no tenían idea de qué les haría felices, pero el andar vago de las horas
libres –que a veces las eran todas- en búsqueda de alguna sonrisa inesperada
por el encontrar aquello, fruto de su alegría, les motivaba a soñar con los
ojos abiertos y aún después de cerrarlos en las maravillosas noches de verano. Para
algunos el más común e indescifrable de los milagros de la vida era su añorado
sueño: el amor, aquel sentimiento doloso y gratificante, cálido como la
tristeza significaba su alegría aún no encontrada. La certeza de que allá
afuera, entre las paredes grises de concreto y los pitidos de autobuses, entre
rostros de desconocidos, se encontraba su sentido de alegrías diarias –aunque
fuera por épocas de lo breve a lo infinito-, les sacaba esa sonrisa que le
comento- apreciable lector-, que tan solo los no ajenos a este sentimiento
comprenderán desde su inocencia hasta su completa entrega que en muchos casos
se significa como un acto caníbal y violento, placentero y temerable. Lujurioso
y rojo a cada instante.
Antoine era de estos hombres: aquellos que sabían qué
buscaban sin saber adónde, de esos silenciosos que sonríen ante el desconcierto
de encontrar algo que quizá más adelante amarán tanto que aprenderán a odiar
también, de aquellos que el rojo de los labios de alguna dama desconocida les provocarán
algún sentimimiento pícaro e impío. De esos que escuchan amor y se hacen los
sordos, pero sonríen a escondidas como guardando alguna confesión y complicidad
con el tiempo que les mira desde pequeños crecer hasta que algún día se secan
con el corazón en la mano. Recordando su canibalísmo, y su olor a sexo.
Ya familiarizados con la naturaleza y todo aquello que me
importaba que conocieran de Antoine para no juzgarlo de mal modo, diré las
cosas irrelevantes que todos solemos decir cuando conocemos a alguien como si
aquello importara más que lo que uno es en el interior: mirelo como un joven de
27 años, con los gestos toscos, mirada al vuelo, perdida, pareciera que a veces
cuando le miraba a uno no observaba su rostro, sí su interior, ojos obscuros,
sobrios como su cara cuando era tarde y la luz no delataba la tosquedad antes
mencionada. Cabello negro, corto y sin forma que le hacían parecer un sujeto
cualquiera, olvidable, como un extra que si uno no aprecia al menos tres veces
un filme no lo nota dentro de los personajes de tercer o cuarta importancia.
Delgado, con semblante sabio y generalmente sonriente.
Antoine trabajaba en el Diario la Mañana, un periódico
pequeño y olvidable cuya función no sobrepasaba la de significarse como una
muestra de la variedad informativa de aquella enorme y ostentosa ciudad. La
ciudad no importa si consideramos que en la actualidad, todas las metrópilis
son idénticas: grandes, sordas y sin horizonte, insignias de un futuro que
jamás se alcanza. Con personas ciegas y mudas hasta que ponen su vista en
alguna pantalla o se les ve platicando como locas al aire con su celular
tocando su oído y atrapando su voz. En fin, basta con que se imagine una ciudad
llena de olvidados perfumados con prisa para que ubique el hogar de Antoine.
El periódico tenía un número de lectores base y algunos
ocasionales que les compraba cuando su portada era simpática o acertada,
cantidad suficiente para mantenerse vivo por encima de algunas otras
publicaciones menores que iban y venían desapareciendo ante el desinterés cada
vez más creciente de ensuciar las manos en tinta impresa de personas que en
ocasiones se les veía como soñadoras o amantes de lo antiguo en el mundo de las
ciudades tecnológicas.
Antoine aún gustaba de mirar por la ventana aunque el
paisaje fuese opaco y apreciar la belleza en lo común: ya sean aves volando en
formas indescifrables, alguna mujer hermosa disfrutándo de las miradas de
hombres obsenos, o inclusive de pequeños niños jugando ausentes a su entorno
inmediato.
Apreciaba como buen soñador que las tardes meláncólicas se
ocurrieran sin ningún altercado ni tristeza particular, gustaba de apreciar el
humo de una buena bebida caliente hasta que con el mismo ambiente se entibiaba
y parecía entonces morir al escapársele su alma. Vivía en un contínuo lapso de
comprensión de los finales. A sus notas intentaba imprimirles algún sentido
distinto que el resto de sus compañeros a cuyos el paso del tiempo les había
convertido en perfectos técnicos sin alma.
Aún soñaba con los ojos abiertos y a pesar de desamores y
tropiezos aún transmitía la picardía que un hombre en épocas adecuadas es capaz
de transmitir con su personal impulsiva e inmadura actitud como señal de
apareamiento. Sin embargo, los años pasaban, los días eran más largos –como es
común- que los propios meses que una vez ocurridos son tan breves como un
recuerdo por más efímero o profundo que sea. Buscaba sin saber a quién a
alguien en particular, caminaba con los ojos entre abiertos y los sueños muy
despiertos. Alguna vez cerraba los ojos fuerte y respiraba por la ventana de su
oficina compartida con tres sujetos más cada uno taciturno que el otro,
esperando percibir un olor, el olor de aquella sonrisa desconocida que yacía
por ahí, en medio de ese laberinto gris con mares de gente sin rostro. Los años
suelen pasar aún más rápido que los meses, son tan largos como el día más
irremediable e interminable. Año tras año hasta que un día, Antoine se levantó
y observó las primeras canas en su insípida barba.
Algunas arrugas que parecían sus caminos recorridos a lo
largo de años de ensueño y se percató de que ese día no iría a trabajar. Estaba
enfermo de soledad.
Imagine entonces su situación particular: de pronto, tan
viejo que aún siendo un soñador se cansó de buscar si saber qué y supo que eso
que buscaba no sería encontrado con la mera paciencia del correr del destino.
Ahí estaba un hombre enamorado sin saber de quién, con desamor de nadie más que
de la vida que hasta hoy le había negado aquel placer tan mundano, terrenal, posible
y milagroso que a algunos; tan solo unos cuantos pocos desgraciados les era
negado y entonces morían con la mano en el sexo, tras una enfermedad de corazón
y risa sardónica. Muertos de pena, con el corazón –no así necesariamente el
sexo- virgen, sin lágrimas o risas siquiera que recordar aunque sea por algún
instante de entrega sincera y completa.
Prendió la televisión y la miró con la misma profundidad con
la que miraba a las personas en ocasiones cuando estas pensaban que les miraba
el alma. Sin embargo en esta situación no buscaba profundidad en esas imágenes
huecas y sin sentido. Miraba la pantalla sin prestar atención al sentido de su
alma, existencia o de aquel programa vulgar de revista que se exhibía. Pensaba,
eso sí, en la razón de aquello que le había negado aquella sonrisa y esos
tantos enfados que el amor traen con el tiempo.
Un mosquito picó en su mejilla y Antoine, inmutable continuó
con su dramática ausencia del mundo. Comprendió lo inevitable: la mujer de sus
sueños no se encontraba afuera en ningún rincón de la gris ciudad. Más lejos de
la ciudad quizá, en alguna casa de carretera, o quizá más lejos, en el bosque.
Quizá en alguno de los tantos poblados inombrables, en el mar debajo de él o
más allá, adónde a la misma hora es de noche cuando acá de día. Quizá más lejos
o tan cerca que por eso mismo, no había podido encontrarle en rincón alguno del
mundo.
Se estrujó su corazón, ahí, sentado frente a la nada
pensando en los misterios del amor sintió ganas de llorar por quizá ser
demasiado soñador en un mundo tan limitado a lo cercano. ¿Cómo sería la mujer
ideal?
Para él morena, delgada, larga, con rostro triste y apenas
curvas que le separarán de un niño. Labios gruesos, mirada cálida y brazos
largos, una clavícula lo suficientemente profunda como para beber de ella, un
aroma a peras en almíbar y un andar discreto y pausado. Su voz: fuerte, no
tibia ni dulce, con presencia, ventanas de un alma poderosa y pasional.
Así, sabiendo que aquel momento de inspiración debía ser
inmortalizado sentado frente a su máquina comenzó a describirla, a escribir su
pasado, sus sueños, inventó la biografía de una sombra solo viva en sus sueños.
Se recostó y dispuesto a soñar con ella cerró los ojos mientras sostenía su
texto descriptivo y específico a la espera de que aquellas letras se hicieran
realidad algún día.
Muy temprano despertó orillado por el frío del rocio
matutino. La ventana estaba abierta, y su escritorio era un desastre, la taza
tirada en el suelo quebrada en mil pedazos, una manzana mordida y hojas regadas
por doquier. No recordaba de hecho, que aquel desastre fuera provocado en algún
momento por su persona explicando aquello como resultado quizá de su sueño. En
ningún sitio encontró rastro alguno de la descripción específica de su mujer
ideal, pareciera que aquel texto, ese pedazo de papel había desaparecido de la
tierra.
Dubitativo, pero impulsado por sus obligaciones –que no
podía relegar nuevamente en un ataque de responsabilidad y realidad- se preparó
y salió de su casa a toda prisa. La oficina igual que siempre mostraba el sonar
de las máquinas escribiendo a marchas forzadas textos aguardando a ser leídos. Las
horas ocurrieron a ratos más prontas que otras y transcurrió el día
–completamente olvidable- hasta que volvió a casa.
La casa estaba silenciosa, oscura aunque con un olor
particularmente extraño. El desastre de la mañana había desaparecido, el clima
estaba cálido, hogareño y limpio. De pronto, ante la imagen de lo desolada que
es una casa solitaria Antoine quebró su semblante. Por un instante sintió ganas
de llorar y su rostro siempre iluminado por algún sueño imaginario se torno
aterido, abandonado.
-¿Por qué lloras?- preguntó una voz desconocida cuando el
hombre posó sus manos a lo largo de su cara.
Antoine alzó la vista y entonces observó lo inesperado. Un
montón de letras en papel, de su texto para ser más específicos, dibujaban la
silueta de una mujer delgada y larga, sin rostro ni rasgos humanos más allá de
su específica descripción escrita en letras poéticas. Ahí ante su mirada
atónita, estaba su mujer ideal...