El viejo miraba por la ventana.
A cierta edad el sueño se esfuma del hombre, quizá por la
certeza de que la muerte está cercana. Sintió el frío matutino, de ese instante
específico en que no es noche ni mañana, aquel en el que insomnes se encuentran
tan cerca del sueño como de la muerte. El segundo perdido entre la nada y el
todo. Abrió el ventanal por completo, el interior de su pequeño pero ordenado
departamento se congeló de inmediato, el suspiro del mundo entero le acompañaba
a tomar un café cargado que había preparado para la ocasión.
Taciturno, apreciaba la redondez de la Tierra, divisada en
un paisaje lleno de luces que titilaban como estrellas agonizantes, edificios
que parecían gigantes solitarios, lágrimas se asomaban en su mirada cada vez
más seca, más nublada y escasa. El mundo entero estaba ahí, frente a su persona
y aún a pesar de ello, nadie sabía que él existía en ese momento, espiándo a
millones de personas aún sumidas en sus sueños. Tan insignificantes, sumisas,
susceptibles e inocentes.
Curiosamente no era un día feliz para él. Su mujer había
muerto hace dos meses apenas. Cuarenta y siete años de matrimonio sellados en
un último suspiro que la quitó de sus brazos. Un segundo que hace que cuarenta
y siete años se conviertan en un pasado a recordar. En mañanas con desayuno de
cereal barato y leche fría, escalofríos de cuchara metálica, silencio, y
angustia. En días de añorar el trabajo, el cansancio, esas cosas que odiamos
toda la vida y deseamos se acaben algún día. Todo para que tan solo disfrutes
dos años de retiro y los demás sea un sentimiento inaudito el abandono, el
sentirte viejo, un estorbo, la soledad en el espejo divisando la lenta pero
segura llegada de la muerte.
Ha pasado un mes entero asistiéndo al psicólogo, después al
psiquiatra atesorando el encuentro de algúna sensación más fuerte. Después
buscó ayuda espiritual, talleres de baile, conocer a mujeres viejas como él,
inclusive recurrió al pago por el amor oral de una jovencita flaca que le
miraba con asco. La familia, las amistades, la muerte y el refugio de la
religión poco hicieron por él. Había llegado el momento en que la muerte se
convierte en un consuelo que recorría su mente cada que llegaba la noche y
observaba el vacío y negro techo de la habitación durante horas. En una idea
divagante y punzante en la cabeza, en aquel detonador de la imaginación que
hacía que tras unos minutos su piel se encontrara helada y su café frío, sin
alma.
Una foto de su juventud miraba junto a él el panorama, era
de un viaje de vacaciones de hacía ya décadas atrás, su mujer con un vestido de
playa lucía apenas los primeros estragos de la vida. Si él tocaba su propio rostro
justo ahora, caminos profundos de vejez fungirían como escritura braile de su
vida. Historias olvidadas en el espejo ante una mirada cada vez más ciega,
voces que cundían como ecos que le impedían dormir.
En su regazo un
vestido de su esposa aún soltaba el aroma de su perfume. Peras y alguna flor
indescifrable inundaron la helada habitación. Observa las cuentas e impuestos
con detenimiento...
Piensa en lo curioso que es ser humano: se debe pagar por
vivir, se debe pertenecer a algo, uno se debe vestir, mientras más caro menos
miradas se reciben de desagrado, se compra, se paga, se duerme menos de lo que
se desearía y a la larga ese mundo termina por agobiar los sueños de hombres
que matan al niño que jamás debieron ignorar.
Harto, hace pedazos los papeles de las cuentas, está
demasiado viejo para pensar en impuestos, en salidas al doctor, en psicólogos,
saludos mustíos cada mañana a vecinos que cuchichean su soledad o inclusive el
contestar llamadas desaganadas en el próximo fin de año de sus hijos y nietos.
Un cuervo le mira
desde el camellón. Sostenido en un cable de luz le acompaña en su silencio. Esa
es la compañía más sincera que ha tenido desde hace años, el cuervo ignora
pena, tristeza o herencias. Está ahí sinceramente quizá, esperando su muerte
para devorar los ojos secos de un viejo que tienen poco más que ver de esta
vida. Una compañía con un interés sincero.
El viejo observa al cuervo a lo lejos, su silueta es la única
carroza fúnebre que necesita, de frente, observando quizá una mano
fantasmagórica recorrer la sien del anciano que es un demiurgo de la fatalidad.
El viejo se levanta, poco a poco, con problemas, retira su ropa, por ahí su
suéter, sus pantalones, sus figuras religiosas.
Se aprecia nuevamente al espejo: solitario, arrugado, feo.
Con ese olor a humedad, a clínica y a loción de naranja de supermercado barata
que casi todos los viejos adquieren a su tiempo. Su vino triste, su cara de
cárcel, su espanto, su olvido y ante todo la falta de su mujer en esa
conciencia que oculta detrás de huesos, grasa, músculos y ligamentos viejos y
roídos falta hace ya demasiado tiempo.
El cuervo quizá saliva al observar la fatalidad acercarse a
su avenida. El viejo envuelve su cuerpo en el vestido de su mujer y se sube
trabajosamente a la ventana. La ciudad apenas despierta, le da mucha gracia
saber que nunca más tendrá que obedecer ninguna regla, también le complace
pensar en a cuantos les arruinará su día ya estando inmóvil y frío como el café.
De hecho tira el café al subir con torpeza a su último estrado.
Ahí, con la taza rota, la bebida helada y negra como el
universo se convierte en un espejo que refleja su fatalidad, su última sonrisa.
Aspira fuerte el aroma de su mujer y observa por última vez el horizonte gris
de ciudad. Los primeros rayos de Sol ocurren justo en ese instante.
Sonríe, se avienta al precipicio.
Diego.(REmi)