martes, 26 de abril de 2011

Martina.

Se sentía el último cálido del verano, el otoño se hacía presente y en medio de todo el patio solo quedaba un diente de león con aspecto taciturno saludando a la muerte, iluminado por un sol que comenzaba a bostezar y dudaba sobre su propia existencia.

Dirán que la vida de las flores es diminuta, tardan meses en florecer y florecidas duran unos instantes para marchitarse y morir. Pero la vida del hombre no es más que un suspiro también.

Las flores dejan su legado como familias tradicionales que se esparcen en los campos silenciosas y se abaten con el viento. Y la lluvia marca su destino y origen como una obligación. Algunas se desprenden de su alma como los dientes de león que mueren con un suspiro que es la vida. Unos y otros permanecen atados al destino que se les infiere con la esperanza de que su alma trascienda, ambos también tienen sombra, respiran y se alimentan de la tierra. Volátiles los fragmentos del diente se esparcen como nubes en el cielo y desaparecen como si jamás hubieran existido.

El hombre espera que su alma se consuma algún día para trascender a la no existencia que trae la masacre llamada otoño. En el otoño muchos hombres se sienten muertos, tienen alma de flores y por eso su mundo se les acaba. Así son tanto el final del amor como la llegada del otoño, los árboles lloran lágrimas secas que se quedan como hojas cetrinas en la tierra. Esa tierra que es de nadie sobre la que muchos hombres vagan por su adiós. De cerca el diente de león vigila sobre el campo y decanta todo su esplendor. Casi traslúcido el diente de león se queda impasible hasta que el viento –cuán frágil es su existencia- lo desmorona y lo deja desnudo ante el temible mundo. Temible hasta que amanece. Terrible cuando oscurece. Opaco, y otras veces, cálido.

Nunca sin sentido, siempre explicable e indescifrable.

Es sencillo describir cómo se acaba la vida de los dientes de león; están sobre la tierra fresca y hogareña, deliciosa que reposa entre sus raíces y de pronto una niña de cuatro años, con vestido, boina y zapatos rojos lo arranca del piso y lo observa con detenimiento: Sus grandes ojos verdes intentan comprender la estructura de este que resulta frágil y misterioso. Intocable, mortal y silencioso. Entonces entra en la pequeña la necesidad de hacer algo que resultaría barbárico de no ser porque el diente no sangra: Piensa en destruirlo.

Es increíble pensar cuan pequeña es esa niña y lo sencillo que le resulta destruir en cientos de pedazos algo tan frágil como el diente de león. Miles de acontecimientos llevan a que en ese momento, en aquel específico sitio, una niña que nació de la unión de dos que pudieron no haberse conocido de entre millones eligiera uno de los treinta y cinco dientes de león que existían en ese pedazo de tierra.

Lo observa a través de la luz que entra de entre las hojas cetrinas de los árboles moribundos: sabe de algún modo que cualquier contacto con este lo destruirá, ahí están esos blancos filamentos que parecen de algodón, pequeños pedazos de nubes atrapados en una esfera etérea explicable científicamente como el aparato reproductor de la flor. La niña se lo acerca a la boca, junta sus labios y sopla.

Martina siempre deseó ser famosa, estar en los escenarios más reconocidos de todo el mundo siendo aplaudida y admirada. De niña se veía hermosa, con un vestido rojo recibiendo la ovación de una masa humana que la idolatraba. Ella olía a jazmín, su cabello era rizado, brillante, hermoso, quería asegurarse de que a pesar de la fama y de sus consecuentes éxitos jamás olvidaría sus orígenes. Su madre era la mujer más bella de un circo ambulante, su parte del espectáculo era un entretiempo de una canción de tres minutos exhibida Shiza, el malabarista más famoso y popular del espectáculo preparaba sus aros de fuego. Nació detrás de bambalinas, se crió entre luces de camerinos paisajes inmensos desconocidos y aplausos.

Tristemente, para ese día, a sus cuarenta años jamás había dejado de estar detrás del escenario. Aún conservaba esa belleza, pero carecía de ángel, no tenía talento, su voz era demasiado timorata, sus facciones simplistas, bellas pero nada espectaculares. Ella no podía ser la mujer más hermosa de los escenarios del mundo, no podía ser ni siquiera la mujer más bella de ninguna caravana de circo.

Se sienta, toma una pluma vieja tomada de la gaveta de su fallecida madre y escribe en su diario, un cuadernillo rancio y amarillento al que atendía con una muy esporádica casualidad:

“Siempre pensé que mi madre me amaba incondicionalmente, que yo era el amor de su vida, que me adoraba como aquella niñita de zapatos rojos y coletas de mariposas que le regalaba dientes de león todos los domingos en la tarde. Lo pensé hasta que mi padre murió -quizá demasiado viejo- y yo tenía casi cuarenta años. Entonces ella, vieja como los árboles se sentó frente a un espejo a observar cada estría en su cara como si fueran carreteras que le indicaban el camino para salir de su agonía. No comía, no bebía, solo observaba a lo lejos.
Mi madre estaba conmigo, estaba tan triste que ese día se sentó frente al espejo a esperar la muerte, un mes después la velé en compañía de la vecina Milagros, mi primo Augusto, y mi tía Soledad en el Funerario ocaso. Ese fue el día más triste y silencioso de mi vida.”

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