jueves, 11 de octubre de 2012

El sonido de la risa

El viejo miraba por la ventana.
A cierta edad el sueño se esfuma del hombre, quizá por la certeza de que la muerte está cercana. Sintió el frío matutino, de ese instante específico en que no es noche ni mañana, aquel en el que insomnes se encuentran tan cerca del sueño como de la muerte. El segundo perdido entre la nada y el todo. Abrió el ventanal por completo, el interior de su pequeño pero ordenado departamento se congeló de inmediato, el suspiro del mundo entero le acompañaba a tomar un café cargado que había preparado para la ocasión.
Taciturno, apreciaba la redondez de la Tierra, divisada en un paisaje lleno de luces que titilaban como estrellas agonizantes, edificios que parecían gigantes solitarios, lágrimas se asomaban en su mirada cada vez más seca, más nublada y escasa. El mundo entero estaba ahí, frente a su persona y aún a pesar de ello, nadie sabía que él existía en ese momento, espiándo a millones de personas aún sumidas en sus sueños. Tan insignificantes, sumisas, susceptibles e inocentes.
Curiosamente no era un día feliz para él. Su mujer había muerto hace dos meses apenas. Cuarenta y siete años de matrimonio sellados en un último suspiro que la quitó de sus brazos. Un segundo que hace que cuarenta y siete años se conviertan en un pasado a recordar. En mañanas con desayuno de cereal barato y leche fría, escalofríos de cuchara metálica, silencio, y angustia. En días de añorar el trabajo, el cansancio, esas cosas que odiamos toda la vida y deseamos se acaben algún día. Todo para que tan solo disfrutes dos años de retiro y los demás sea un sentimiento inaudito el abandono, el sentirte viejo, un estorbo, la soledad en el espejo divisando la lenta pero segura llegada de la muerte.
Ha pasado un mes entero asistiéndo al psicólogo, después al psiquiatra atesorando el encuentro de algúna sensación más fuerte. Después buscó ayuda espiritual, talleres de baile, conocer a mujeres viejas como él, inclusive recurrió al pago por el amor oral de una jovencita flaca que le miraba con asco. La familia, las amistades, la muerte y el refugio de la religión poco hicieron por él. Había llegado el momento en que la muerte se convierte en un consuelo que recorría su mente cada que llegaba la noche y observaba el vacío y negro techo de la habitación durante horas. En una idea divagante y punzante en la cabeza, en aquel detonador de la imaginación que hacía que tras unos minutos su piel se encontrara helada y su café frío, sin alma.
Una foto de su juventud miraba junto a él el panorama, era de un viaje de vacaciones de hacía ya décadas atrás, su mujer con un vestido de playa lucía apenas los primeros estragos de la vida. Si él tocaba su propio rostro justo ahora, caminos profundos de vejez fungirían como escritura braile de su vida. Historias olvidadas en el espejo ante una mirada cada vez más ciega, voces que cundían como ecos que le impedían dormir.
 En su regazo un vestido de su esposa aún soltaba el aroma de su perfume. Peras y alguna flor indescifrable inundaron la helada habitación. Observa las cuentas e impuestos con detenimiento...
Piensa en lo curioso que es ser humano: se debe pagar por vivir, se debe pertenecer a algo, uno se debe vestir, mientras más caro menos miradas se reciben de desagrado, se compra, se paga, se duerme menos de lo que se desearía y a la larga ese mundo termina por agobiar los sueños de hombres que matan al niño que jamás debieron ignorar.
Harto, hace pedazos los papeles de las cuentas, está demasiado viejo para pensar en impuestos, en salidas al doctor, en psicólogos, saludos mustíos cada mañana a vecinos que cuchichean su soledad o inclusive el contestar llamadas desaganadas en el próximo fin de año de sus hijos y nietos.
 Un cuervo le mira desde el camellón. Sostenido en un cable de luz le acompaña en su silencio. Esa es la compañía más sincera que ha tenido desde hace años, el cuervo ignora pena, tristeza o herencias. Está ahí sinceramente quizá, esperando su muerte para devorar los ojos secos de un viejo que tienen poco más que ver de esta vida. Una compañía con un interés sincero.
El viejo observa al cuervo a lo lejos, su silueta es la única carroza fúnebre que necesita, de frente, observando quizá una mano fantasmagórica recorrer la sien del anciano que es un demiurgo de la fatalidad. El viejo se levanta, poco a poco, con problemas, retira su ropa, por ahí su suéter, sus pantalones, sus figuras religiosas.
Se aprecia nuevamente al espejo: solitario, arrugado, feo. Con ese olor a humedad, a clínica y a loción de naranja de supermercado barata que casi todos los viejos adquieren a su tiempo. Su vino triste, su cara de cárcel, su espanto, su olvido y ante todo la falta de su mujer en esa conciencia que oculta detrás de huesos, grasa, músculos y ligamentos viejos y roídos falta hace ya demasiado tiempo.
El cuervo quizá saliva al observar la fatalidad acercarse a su avenida. El viejo envuelve su cuerpo en el vestido de su mujer y se sube trabajosamente a la ventana. La ciudad apenas despierta, le da mucha gracia saber que nunca más tendrá que obedecer ninguna regla, también le complace pensar en a cuantos les arruinará su día ya estando inmóvil y frío como el café. De hecho tira el café al subir con torpeza a su último estrado.
Ahí, con la taza rota, la bebida helada y negra como el universo se convierte en un espejo que refleja su fatalidad, su última sonrisa. Aspira fuerte el aroma de su mujer y observa por última vez el horizonte gris de ciudad. Los primeros rayos de Sol ocurren justo en ese instante.
Sonríe, se avienta al precipicio.

Diego.(REmi)

viernes, 21 de septiembre de 2012

Monótona



Los ojos bien cerrados. Atenta a su sueño hasta que despierta y entonces, quisiera seguir soñando. Un cuarto opaco, paredes con un tapiz viejo, amarillento, con figuras de aves que parecen presas dentro de una gran jaula. Igual que ella.
Una foto de su boda, de ella, de él, ambos jóvenes, alguna en la esquina más olvidada de cuando era niña. Su figura entallada, la belleza pasajera de la juventud una sonrisa que parece borrada por un gesto sardónico aprendido a perfeccionar la falsedad con el paso de los años. Un alhajero empolvado con algunos tesoros que rara vez son utilizados. Vestidos, labiales, zapatos, un espejo.
Ahí se observa y prefiere desviar la vista de nueva cuenta a las fotografías. Vieja, con olor a consultorio, su cuerpo algo encorvado, su mirada algo seca, su rostro antiguo, arrugado, ahora usa cabello corto y con ello acepta su derrota. La muerte se le acerca, aunque de algún modo ella ya está muerta ahora mismo. Martín aún no despierta.
Está dormido como todos los domingos hasta tarde, se levanta y prende el televisor con una cerveza en la mano. Frente al televisor parece vislumbrar la nada. Se queda dormido a ratos y después comen algún antojo grasiento del mercado ubicado a dos esquinas de su enorme y solitaria casa. Todos los lunes se levanta de malas, con su jeta de enfado, con su cuerpo gordo, con olor a loción de supermercado y su miedo y mediocridad que hace unos años Silvia entendió como seguridad.
Ella se sienta con un tejido unas cuantas horas y aprecia el recorrido del Sol sobre la circunferencia terrestre. De día a noche en un instante eterno, aburrido, desesperante. Ahí Martín, indiferente a la infelicidad creciente de Silvia que envejece y muere. Ella ya no lo quiere, le repudia, le odia. Le agradecería que se confesara algún día con un romance, una jovencita fea y escuálida, una vieja más fea que ella misma, cualquier salida de esta prisión de aparador.
Los recuerdos le atormentan ya que sus sueños murieron en una tumba de cemento y concreto. Imagina si su futuro le depara una vejez junto a ese hombre, una muerte recostada en su cama, toda solitaria y con el consuelo de que todo pronto acabaría. No lo soportaba más.
Se levantó, observó el montón de trastes sucios, las tazas con té frío, la manzana a medio comer de Martín, las plantas colocadas en macetitas con motivos coloridos, la estufa vieja y sucia, el refrigerador y el reloj de pared con su tic tac indetenible. Miró el horizonte, la decadente calle de domingo, vacía y triste, iluminada por lámparas titilantes mientras apenas unas estrellas comenzaban a inundar el firmamento. Toma un cuchilo y lo aprieta firmamente contra sus muñecas. Piensa en su muerte y teme ir al infierno, siempre fue muy religiosa. Al menos tan pronto.
Se asoma por la cocina y Martín le implora por otra cerveza. Ahí, sin importarle el mundo, ni sus paisajes ni nada. Solo su Soccer aburrido y mediocre. El sinfín de aburridos empates, uno tras otro, jamás verán un fin.
Y ella de seguir así inundaría su casa con mantelitos de macramé, de cientos de colores y formas, muerta igual quedarían aquellas fotos envejeciéndo, ese tapiz del cuarto aprisionando a sus huéspedes y su esposo bebiendo y tratándo de olvidar  que está vivo. No había visto en su vida a ser capaz de ignorar su propia existencia de una forma tan concreta y directa.
Con cuchillo en mano se acerca a sus espaldas. Este extiende la mano sin mirarle siquiera. No le importa, ella le sirve, da igual si vive si trae la cerveza, hace la cama y sirve la comida. Se coloca a sus espaldas y da un duro corte. La cabeza del hombre se va de un lado a otro, queda como muñeco de trapo. Su obeso y asqueroso cuerpo es arrastrado un tanto más tarde por su esposa hasta el automóvil. Ella regresa a la habitación, abre la ventana y comienza a arreglarse a pesar de la hora. Saca de su alhajero las piezas más preciosas y se las pone todas, usa su perfume más caro, olvidado en el fondo de su buró y evita el espejo, quiere creer que es joven, esa de las fotografías de nueva cuenta.
Vuelve al auto se sienta y emprende la marcha. Martín con la cara al cielo parece el joven soñador que ella amó. Irán a dar la vuelta, un paseo romántico de domingo por la noche y volverán hasta tarde, muy tarde. Silvia siente mariposas en el estómago, con el panorama de su futuro está segura de que se volverá a enamorar.

REmi (Y después de tanto, no puedo dejar de escribir).

miércoles, 29 de agosto de 2012

Mujer de letras




Antoine cerraba los ojos y sentía el vértigo que solo las letras pueden producir con sus palabras, todas aquellas abiertas a su lectura, al menos lo estarían mañana a primera hora cuando el periódico se publicara atendiendo temas desde lo político hasta lo más banal e irrelevante como lo es el medio artístico que engalana a hombres comunes con mucho más tiempo que el resto de las personas para expresar su comúnmente irrelevante sentir.
A través de la ventana hombres corrían ocultándose ora del calor, ora de la lluvia, o quizá de alguna persona que interrumpiera con sus planes pícaros. Algunos también buscaban algo, algunos sabían qué y otros tantos no tenían idea de qué les haría felices, pero el andar vago de las horas libres –que a veces las eran todas- en búsqueda de alguna sonrisa inesperada por el encontrar aquello, fruto de su alegría, les motivaba a soñar con los ojos abiertos y aún después de cerrarlos en las maravillosas noches de verano. Para algunos el más común e indescifrable de los milagros de la vida era su añorado sueño: el amor, aquel sentimiento doloso y gratificante, cálido como la tristeza significaba su alegría aún no encontrada. La certeza de que allá afuera, entre las paredes grises de concreto y los pitidos de autobuses, entre rostros de desconocidos, se encontraba su sentido de alegrías diarias –aunque fuera por épocas de lo breve a lo infinito-, les sacaba esa sonrisa que le comento- apreciable lector-, que tan solo los no ajenos a este sentimiento comprenderán desde su inocencia hasta su completa entrega que en muchos casos se significa como un acto caníbal y violento, placentero y temerable. Lujurioso y rojo a cada instante.
Antoine era de estos hombres: aquellos que sabían qué buscaban sin saber adónde, de esos silenciosos que sonríen ante el desconcierto de encontrar algo que quizá más adelante amarán tanto que aprenderán a odiar también, de aquellos que el rojo de los labios de alguna dama desconocida les provocarán algún sentimimiento pícaro e impío. De esos que escuchan amor y se hacen los sordos, pero sonríen a escondidas como guardando alguna confesión y complicidad con el tiempo que les mira desde pequeños crecer hasta que algún día se secan con el corazón en la mano. Recordando su canibalísmo, y su olor a sexo.
Ya familiarizados con la naturaleza y todo aquello que me importaba que conocieran de Antoine para no juzgarlo de mal modo, diré las cosas irrelevantes que todos solemos decir cuando conocemos a alguien como si aquello importara más que lo que uno es en el interior: mirelo como un joven de 27 años, con los gestos toscos, mirada al vuelo, perdida, pareciera que a veces cuando le miraba a uno no observaba su rostro, sí su interior, ojos obscuros, sobrios como su cara cuando era tarde y la luz no delataba la tosquedad antes mencionada. Cabello negro, corto y sin forma que le hacían parecer un sujeto cualquiera, olvidable, como un extra que si uno no aprecia al menos tres veces un filme no lo nota dentro de los personajes de tercer o cuarta importancia. Delgado, con semblante sabio y generalmente sonriente.
Antoine trabajaba en el Diario la Mañana, un periódico pequeño y olvidable cuya función no sobrepasaba la de significarse como una muestra de la variedad informativa de aquella enorme y ostentosa ciudad. La ciudad no importa si consideramos que en la actualidad, todas las metrópilis son idénticas: grandes, sordas y sin horizonte, insignias de un futuro que jamás se alcanza. Con personas ciegas y mudas hasta que ponen su vista en alguna pantalla o se les ve platicando como locas al aire con su celular tocando su oído y atrapando su voz. En fin, basta con que se imagine una ciudad llena de olvidados perfumados con prisa para que ubique el hogar de Antoine.
El periódico tenía un número de lectores base y algunos ocasionales que les compraba cuando su portada era simpática o acertada, cantidad suficiente para mantenerse vivo por encima de algunas otras publicaciones menores que iban y venían desapareciendo ante el desinterés cada vez más creciente de ensuciar las manos en tinta impresa de personas que en ocasiones se les veía como soñadoras o amantes de lo antiguo en el mundo de las ciudades tecnológicas.
Antoine aún gustaba de mirar por la ventana aunque el paisaje fuese opaco y apreciar la belleza en lo común: ya sean aves volando en formas indescifrables, alguna mujer hermosa disfrutándo de las miradas de hombres obsenos, o inclusive de pequeños niños jugando ausentes a su entorno inmediato.
Apreciaba como buen soñador que las tardes meláncólicas se ocurrieran sin ningún altercado ni tristeza particular, gustaba de apreciar el humo de una buena bebida caliente hasta que con el mismo ambiente se entibiaba y parecía entonces morir al escapársele su alma. Vivía en un contínuo lapso de comprensión de los finales. A sus notas intentaba imprimirles algún sentido distinto que el resto de sus compañeros a cuyos el paso del tiempo les había convertido en perfectos técnicos sin alma.
Aún soñaba con los ojos abiertos y a pesar de desamores y tropiezos aún transmitía la picardía que un hombre en épocas adecuadas es capaz de transmitir con su personal impulsiva e inmadura actitud como señal de apareamiento. Sin embargo, los años pasaban, los días eran más largos –como es común- que los propios meses que una vez ocurridos son tan breves como un recuerdo por más efímero o profundo que sea. Buscaba sin saber a quién a alguien en particular, caminaba con los ojos entre abiertos y los sueños muy despiertos. Alguna vez cerraba los ojos fuerte y respiraba por la ventana de su oficina compartida con tres sujetos más cada uno taciturno que el otro, esperando percibir un olor, el olor de aquella sonrisa desconocida que yacía por ahí, en medio de ese laberinto gris con mares de gente sin rostro. Los años suelen pasar aún más rápido que los meses, son tan largos como el día más irremediable e interminable. Año tras año hasta que un día, Antoine se levantó y observó las primeras canas en su insípida barba.
Algunas arrugas que parecían sus caminos recorridos a lo largo de años de ensueño y se percató de que ese día no iría a trabajar. Estaba enfermo de soledad.
Imagine entonces su situación particular: de pronto, tan viejo que aún siendo un soñador se cansó de buscar si saber qué y supo que eso que buscaba no sería encontrado con la mera paciencia del correr del destino. Ahí estaba un hombre enamorado sin saber de quién, con desamor de nadie más que de la vida que hasta hoy le había negado aquel placer tan mundano, terrenal, posible y milagroso que a algunos; tan solo unos cuantos pocos desgraciados les era negado y entonces morían con la mano en el sexo, tras una enfermedad de corazón y risa sardónica. Muertos de pena, con el corazón –no así necesariamente el sexo- virgen, sin lágrimas o risas siquiera que recordar aunque sea por algún instante de entrega sincera y completa.
Prendió la televisión y la miró con la misma profundidad con la que miraba a las personas en ocasiones cuando estas pensaban que les miraba el alma. Sin embargo en esta situación no buscaba profundidad en esas imágenes huecas y sin sentido. Miraba la pantalla sin prestar atención al sentido de su alma, existencia o de aquel programa vulgar de revista que se exhibía. Pensaba, eso sí, en la razón de aquello que le había negado aquella sonrisa y esos tantos enfados que el amor traen con el tiempo.
Un mosquito picó en su mejilla y Antoine, inmutable continuó con su dramática ausencia del mundo. Comprendió lo inevitable: la mujer de sus sueños no se encontraba afuera en ningún rincón de la gris ciudad. Más lejos de la ciudad quizá, en alguna casa de carretera, o quizá más lejos, en el bosque. Quizá en alguno de los tantos poblados inombrables, en el mar debajo de él o más allá, adónde a la misma hora es de noche cuando acá de día. Quizá más lejos o tan cerca que por eso mismo, no había podido encontrarle en rincón alguno del mundo.
Se estrujó su corazón, ahí, sentado frente a la nada pensando en los misterios del amor sintió ganas de llorar por quizá ser demasiado soñador en un mundo tan limitado a lo cercano. ¿Cómo sería la mujer ideal?
Para él morena, delgada, larga, con rostro triste y apenas curvas que le separarán de un niño. Labios gruesos, mirada cálida y brazos largos, una clavícula lo suficientemente profunda como para beber de ella, un aroma a peras en almíbar y un andar discreto y pausado. Su voz: fuerte, no tibia ni dulce, con presencia, ventanas de un alma poderosa y pasional.
Así, sabiendo que aquel momento de inspiración debía ser inmortalizado sentado frente a su máquina comenzó a describirla, a escribir su pasado, sus sueños, inventó la biografía de una sombra solo viva en sus sueños. Se recostó y dispuesto a soñar con ella cerró los ojos mientras sostenía su texto descriptivo y específico a la espera de que aquellas letras se hicieran realidad algún día.
Muy temprano despertó orillado por el frío del rocio matutino. La ventana estaba abierta, y su escritorio era un desastre, la taza tirada en el suelo quebrada en mil pedazos, una manzana mordida y hojas regadas por doquier. No recordaba de hecho, que aquel desastre fuera provocado en algún momento por su persona explicando aquello como resultado quizá de su sueño. En ningún sitio encontró rastro alguno de la descripción específica de su mujer ideal, pareciera que aquel texto, ese pedazo de papel había desaparecido de la tierra.
Dubitativo, pero impulsado por sus obligaciones –que no podía relegar nuevamente en un ataque de responsabilidad y realidad- se preparó y salió de su casa a toda prisa. La oficina igual que siempre mostraba el sonar de las máquinas escribiendo a marchas forzadas textos aguardando a ser leídos. Las horas ocurrieron a ratos más prontas que otras y transcurrió el día –completamente olvidable- hasta que volvió a casa.
La casa estaba silenciosa, oscura aunque con un olor particularmente extraño. El desastre de la mañana había desaparecido, el clima estaba cálido, hogareño y limpio. De pronto, ante la imagen de lo desolada que es una casa solitaria Antoine quebró su semblante. Por un instante sintió ganas de llorar y su rostro siempre iluminado por algún sueño imaginario se torno aterido, abandonado.
-¿Por qué lloras?- preguntó una voz desconocida cuando el hombre posó sus manos a lo largo de su cara.
Antoine alzó la vista y entonces observó lo inesperado. Un montón de letras en papel, de su texto para ser más específicos, dibujaban la silueta de una mujer delgada y larga, sin rostro ni rasgos humanos más allá de su específica descripción escrita en letras poéticas. Ahí ante su mirada atónita, estaba su mujer ideal...

martes, 21 de agosto de 2012

Hechos temibles 5 Morir de imaginación


Morir de imaginación




Tic, tic, tic, tic.
El reloj oculto en la penumbra se hacía presente segundo tras segundo, respiro tras respiro, pestañeo tras pestañeo. La pequeña María temía pocas cosas en su vida: su gran miedo era sin lugar a dudas su propia mente, jaula de las bestias y los terrores más temibles concebidos por la humanidad. A sus escasos siete años odiaba una cosa como pocas personas en su vida entera podrían llegar a experimentar sentimiento alguno: deseaba hacer añicos el reloj, le sicotizaba de la peor forma: desataba su imaginación insana hasta el grado de que, en ocasiones, sus pensamientos se desbordaban y le asustaban de sobremanera. Cada noche tapaba sus oídos con cera, esto con la razón de que ante su descuido alguna bestia escaparía en algún momento del interior oscuro de su cabeza. A menudo con ayuda de espejos buscaba observar el interior de su mente por medio de sus oídos, negrura, solo apreciaba obscuridad, la nada, el vacío. Del infierno de su cabeza, tanto negro no podría significar otra cosa que muerte.
Tic tic, tic tic…el reloj parecía jamás detenerse.
A dos habitaciones sus padres dormían en completa calma, sin embargo la niña sabía desde hace un par de años que algo no iba bien con ella. Sus creaciones involuntarias le espantaban noche a noche, las veía acercarse a su cama y entonces ella debía cortarles la garganta con un cuchillo que escondía debajo de su almohada. Cada noche arriesgaba su vida y entonces, en las mañanas se le veía cansada, completamente abatida.  Su sombra le observaba desde la nada, la inmensidad del espacio que se encontraba dentro de espacios reducidos, el olvido entraba a su habitación cada noche a través de la oscuridad. Lo peor llegaba con el sueño: la pesadilla era incontenible, producto de su propia inocencia, aquello que le aquejaba solo era resultado de su propia y espantosa mente.
¿Cómo podría ser posible que una niña pequeña albergara el infierno en su mente? Un cuerpo diminuto es capaz de albergar realidades salvajes y terribles.
La pequeña María: cabello lacio, inmensamente largo, negro solo como la noche y sus ojos grandes que parecían dos antorchas en el limbo, aquella inmensa oscuridad le devoraba las entrañas y le hacía temer por la ceguera. Sus ojos solo apreciaban lo inmediato, una enorme mancha negra como su atormentaba cabeza. El silencio embargó su corazón que al percatarse que la noche estaba entrada, se estrujó, sintió la soledad del silencio, el vacío de las calles abandonadas, motivo por el que todos se refugiaban tras la recompensa a una aburrida vida: sus hermosos sueños. Pero no confunda aquello con los sueños comunes y vulgares, María temía de su imaginación, esta era la culpable de todo, del inicio y final, de la risa y el llanto, del odio y del amor, de la duda.
La pequeña niña despertó en medio de la noche tras su recurrente y espeluznante pesadilla. Constantemente soñaba con el gato negro que le perseguía en medio de la nada, su mirada roja y rabiosa le generaba la seguridad de que, si algún día le alcanzaba el escenario sería poco más que catastrófico.
El clima era turbulento, afuera una tormenta como hace veinte años no se veía una ocurría sin piedad, truenos, relámpagos, perros aullando y ruidos ilocalizables seguramente con proveniencia risoria alteraron a la niña hasta que esta comenzó a llorar desconsoladamente, todo eso quebró la paz de aquella pequeña casa. La inmensidad de la noche y el profundo sueño en que sus padres habían caído quizá ayudado por el hecho de que la lluvia y los ruidos ilocalizables eran cada vez más constantes y fuertes provocaron que la niña no recibiera auxilio alguno de estos. Entonces, solitaria, abandonada a su suerte comenzó su batalla recurrente, su imaginación comienza a trabajar: primero divisa los dedos esqueléticos y largos de un ser malévolo asomándose por la ventana, posteriormente aquello que parece un montón de ropa se convierte en un jorobado tuerto deseando dañar a la pequeña, de cerca observó que su boca se encontraba cosida, sus ojos desataban odio, estaban encendidos como si la tormenta de la calle les diera vida. Después sintió un cosquilleo en sus pies. Eran un montón de caballos diminutos que subían por su cuerpo, de sus lágrimas se formaron gusanos, y al final estaba él.
El gato negro con los ojos de fuego le miró desde una esquina oscura de su cuarto. Este reía como demente, la niña estaba inmóvil. El gato se acercó tanto que la niña sintió su aliento, olía a tierra húmeda, a muerto fresco. Jamás habían estado tan cerca. De pronto todo fue calma, nuevamente silencio y quietud.
Con el cuchillo en la mano la niña se determinó a remediar de una buena vez con aquella pesadilla, que se había convertido en su vida. Ignorando a los pequeños caballos, al  jorobado tuerto y a su sombra que observaba debajo de la puerta que nadie se acercara azotó un golpe fuerte y contundente. El gato soltó una última risotada como disfrutando de su muerte.
La noche continuó, la lluvia se terminó como agotada por su propia rabia y manchas de sangre se coagulaban hasta convertirse en costras con olor metálico. Su reflejo de la tenue luz de la luna poco a poco se desaparecieron. Hasta que tras ese momento en que todos parecen estar muertos en las calles, algún tosido sordo en el parabús indica que la vida comienza a tomar su forma cotidiana.
El tic tac del reloj fue lo único inmutable en la escena como si se tratara de un testigo ciego y mudo ante la crueldad del mundo. Eso y una gota que resistia a caer y morir de un árbol seco y grande en las afueras de la casa.

La figurita de la pequeña María con su diminuta nariz seca yacía inmóvil en el medio de la habitación. Su rostro denotaba paz, hermosura y al fin la prometida inocencia que todo niño merece ostentar antes de la terrible adultez. El tic tac del reloj no le molestaba, al fin había derrotado a su más odiado enemigo, su mente le daba tregua al fin. Silencio, paz y felicidad embriagaban la habitación, una imagen casi de postal a no ser por los pequeños hilitos de sangre que brotaban de los oídos y nariz de la niña…

viernes, 27 de julio de 2012

Bestiario uno: De las sombras dictadoras y de los peones escribas.




Un día en específico, cuando leí por vez primera un Haikú me di cuenta de que la grandeza puede contenerse en lo más pequeño. En ese entonces, mi yo de unos ocho años, dejó desear de crecer tan rapidamente y comprendió que todo lo complejo proviene de la sencillez con que está conformado.
Todo lo existente, lo más grande, complejo, surge de pequeños trozos de existencias que por su sencillez son quizá más complejas que aquello que observamos y tocamos con facilidad. Pero jamás comprendí que aquellos textos inspiradores, pese a su brevedad eran comprendidos por la sombra. La sombra es aquello que nos hace y cargamos, a veces liviana y otras en penurias deprimentes, se convierte en un peso incargable al grado que la noche llega y esta se hace más grande que nosotros y nos envuelve por completo.
Hace no mucho leí que se pudo fotografiar la sombra de un átomo, imagine usted: lo más mínimo que nos compone existe y tiene masa, pese a que todo eso que nos hace se encuentra compacto, existe espacio entre ello, es decir, la desintegración es posible, todo lo que usted es, se encuentra unido por fuerzas magnéticas que no puede comprender. Su diminuta, casi indiferente existencia se divide en formas aún más abstractas y poco estéticas a las que cada mañana pretende no conocer frente al espejo.
Aún así, pese a todas las penurias un escritor se sienta frente a su máquina y comienza a soñar con los ojos en el teclado. Siente tocar música con el tic tic de sus golpes, aprecia a su entorno transcurrir entre día y noche, espanto y olvido, lluvia, tempestad, sórdidez y calma. Un día de niño tuve una pesadilla que me dejó asustado, completamente paralizado: mis manos se deformaban y yo me convertía en algo distinto, a ciegas sentía que mi ser era otro y que ahí en mi sombra las letras se escondían y murmuraban a mis espaldas.
Después entre el olvido y el tiempo esa sombra se convirtió en vaho, el tiempo se hizo pesado y parecía que mi propia sombra servía unicamente para marcar a mi inobservancia su existencia, carente de apreciación y sobre todo de letras. Después, un poco más grande me senté frente a un telado completamente asombrado por las letras de Ibargüengoitia. Fui entonces no más que un engreído al creer que el oficio del cuento, la historia, novela, poesía, prosa y cualquier otra especie contenida en la existencia de las sombras dibujadas que son las letras se entregaría tan facilmente a un muchacho que soñaba mucho, pero poco hablaba con ellas.
Entonces, la cabeza del escritor es una bomba de tiempo que se llena de esperanza y furia, de recuerdo, de silencio, y aquello se llena poco a poco como un padecimiento crónico, le da días y noches en la total angustia hasta que un buen día decide una de dos: o muere o escribe, porque ambas no son compatibles, ni mucho menos la ausencia de las dos.
Y es que las letras no evitan la muerte, al contrario, te acercan a tu propio fin y el fin del punto es una muerte pequeña que desagarra el llanto de aquel que escribe. Y su furia y su devoción a estas sombras que toma de su propio ser para formar lo que es lo matan y lo hacen inmortal.
Y su imaginación es su amor, su olvido, su ignorancia y su luz, aquella que proyecta la sombra en formas nunca antes concebidas y de su mirada a la nada surge todo lo que tiene. De la nada, de lo intangible, de lo no pensado, del recuerdo de hecho que nunca ocurrieron o que lo hicieron de formas secretas. El verdadero escritor, ausente del mundo, lo entiende mejor que los que están y opinan de todo.
El verdadero escritor escribe porque muere de imaginación, no por ser leído ni por ser escritor, las letras le deben lo que sus miedos le callan. Todo le habla al escritor, la tetera, el humo del café, el viento, el silencio y el gato que le ignora. Su sombra es su principal relatora, así que entienda, el escritor no es un genio, no es listo ni especial, mucho menos único, es un peón del destino y del entorno inmediato, está condicionado a obedecer todo aquello que su sombra le dicta. Las letras lo hacen feliz y a la vez le causan una inmensa amargura. El escritor, al igual que usted muere, pero muere cada mañana de imaginación y lo único que no entiende es como el resto de las personas ignoran el constante dictado del tiempo, que pesa y es liviano, y sabe a sal, amargo y sin embargo le provoca las más dulces sonrisas también.
Proximamente aquí en ikedelaspalabras.blogspot.com Hechos Temibles 5.

Diego

jueves, 12 de abril de 2012

A seis años…

Cada seis años la historia de México escribe en sus páginas un nuevo capítulo basado en la dirigencia y representatividad del país, un nuevo presidente electo asume su cargo con onerosa responsabilidad en medio de una ceremonia protocolaria con tintes casi épicos. El suceso se convierte en historia en poco tiempo, ¿qué son seis años en un país con problemas históricos?, esos arrastrados desde su fundación hasta la fecha, los nuevos generados, los interminables conflictos para un hombre que tan solo puede considerar algunos en un periodo histórico en extremo corto. Esa es nuestra democracia, una con periocidad ineficaz en la que el tiempo es insuficiente si queremos que un hombre atienda los problemas de México.

Le queda a aquel hombre, bañado en gloria nacional, hacerse porras a su propia sombra, y hablar de logros, tan diáfanos como el viento para aquellos habitantes que adolecemos de todas las carencias de nuestra nación. Enfrente, en el televisor, en los periódicos, en la radio, en cualquier medio imaginable la ostentosa vida de la clase política se carea contra la vida del hombre común, aquel que hace horas de camino al trabajo, gana poco, llega cansado a casa y prende las noticias para ver, que el país se sumerge en violencia, una supuesta estabilidad y esa triste realidad que nos vende a los actores y cantantes como artistas.

La bandera del presidente actual, ha sido desde el empleo, la estabilidad económica y el combate al crimen, una trinchera seriamente criticada que duele al país, las sociedades se preocupan por el futuro próximo, aquel que en unos meses marcará la vida y rumbo de todos aquellos que apreciamos por el periodo sexenal, que es en materia escaso y también muy largo si a medio camino decidimos que nos equivocamos con nuestra elección.

Felipe Calderón Hinojosa no ha sido ni el mejor ni el peor presidente que México ha tenido. Vaya usted a dejar a un lado los títulos profesionales, si considera que la presidencia es un honorable mérito con memoria ingrata. Memoria clara y recuerdo amnésico, parece que cada ciclo electoral, los fantasmas de la ideología partidista no importan y lo que queda es aquel sujeto que mirándonos a los ojos nos oferta honestidad y trabajo, esfuerzo y conciencia para que a la larga, usted y yo, la sociedad civil, nos quejemos de todas las carencias que aquellos que conocen poco de pobreza nos hacen pasar en alguno u otro modo.

De todo aquello que ha hecho o dejado de hacer nuestro actual presidente lo que más resalta es lo que la mayoría hablaría respecto a su presente inmediato: el combate al crimen, primero establecido como al narcotráfico – que cambió de spot por adentrarse más con la sociedad en general- ha creado controversia, ha caído en la polémica generado con hechos duros y rotundos. Son ya 150 mil muertos, víctimas inocentes que quedan tan solo en estadísticas en una guerra sin tregua para brindar en teoría más seguridad a nuestra nación. Tristemente la juventud, la sociedad en general desconoce en realidad los alcances de las drogas y la moda inevitable de su consumo se esparce en toda la extensión del país sin generar conciencia en aquellos civiles que las consumen sin pensar en todas esas familias masacradas por combatir su gusto culposo. Eso es una sociedad divida y egoísta, desentendida que aquella guerra, que existente o no, afecta en realidad a compatriotas, que inclusive pagan con sus vidas, y ha generado gastos millonarios derivados del erario público en la actual administración.

Este combate debe analizarse desde el punto serio enfocado en el tipo específico de crimen que se busca erradicar. Delincuencia, asaltos, extorsiones y secuestros se realizan con alegre incidencia en nuestra ya aterrada nación, eso a lo que el civil se enfrenta con más frecuencia, que causa también muertes, accidentados y que tiene a los hijos, padres, conocidos y familiares en peligro cada que salen de casa por todo el país, no es aquello combatido y por lo tanto no nos genera seguridad en ese aspecto.

Cada vez más jóvenes se integran a la delincuencia no necesariamente organizada, situación en la que incide no solo el crimen organizado: también la economía, educación y empleo. El problema de violencia y crimen en el país, no se debe combatir solamente con balas. Debe hacerse desde la educación, la estabilidad económica, la conciencia y el conocimiento social, la demostración clara a esa juventud que el camino no es el fácil y peligroso, que aquello no vale la pena.

Para esto se le deben mostrar alternativas, situación que solamente un gobierno maduro y entendido podría acatar, difícil de concebir, si comprendemos en realidad, ¿qué son seis años?, casi nada, para tratar de curar a nuestro país, un enfermo crónico cuyo mayor problema es la falta de preocupación por lo que sucede a nuestro vecino.

A seis años el combate al crimen es tangible realmente tan solo los números en víctimas inocentes que han padecido de un beneficio que tristemente no se ha logrado alcanzar. Seis años combatiendo el crimen, ese mismo que sigue existiendo y dañando a la sociedad día a día, y que no se resolverá en los pocos meses que quedan al actual presidente. Víctimas que quedan como estadísticas y anécdotas frías, puesto que la siguiente administración, sea cual sea, acatará una estrategia diferente y todo lo sucedido hasta hoy, quedará como un capítulo negro en nuestra honorable historia de bronce.