jueves, 9 de diciembre de 2010

Llantas de fuego




Amalia y Parra se amaban esa mañana tras una noche en la que realizaron el mismo acto coital que los mantenía cálidos esa alba de invierno. Los martes se habían vuelto una rutina de esa índole: se comían entre ellos como leones hambrientos y después se quedaban dormidos y cuando eso sucedía cuidaban no tocarse ni un pelo para evitar aquello de los cariños innecesarios. Ambos creían que el mundo les había dado tantas patadas en las bolas que se habían vuelto inmunes a dolores amorosos, pero en el fondo ambos sabían que esto era mentira.

El resto de la semana cuando no se veían Parra bebía pensando en cuantas sábanas tocaría Amalia y ella a su vez tocaba sábanas y lloraba en solitario después pensando en que lo sucedido no había sido con el dueño de sus noches de desvelo.

Bien se dice que las mentiras más grandes se guardan en silencio, su silencio se había extendido tanto que si se decidían a abrir la boca el resultado sería definitivamente catastrófico.

Afuera, bajo el letrero metálico de luces neón azules de las cuales la primera, tercera, cuarta y la última letra del Motel Paraíso estaban fundidas, se encontraba el Mustang 80´s rojo de Parra. Ese automóvil era después de Amalia lo único valioso –según él mismo- en la vida del hombre que desde hace un corto tiempo se había unido a un grupo de silenciadores pues tras una tragedia desconocida familiar en la vida del mismo se decidió a acabar con vidas guardando en su corazón un resentimiento terrible con toda forma de vida de dos piernas que caminara erguida y tuviera un par de bolas entre las piernas. Cuando se le veía matar el diablo aparecía en sus ojos, aquello que lo tuviera aquí debatiendo entre la cordura y la locura definitivamente le había hecho un daño irreparable. En cuanto a Amalia el asunto estaba parecido, odiaba a todo aquello que tuviera dos bolas entre las piernas, y caminara erguido aunque era más razonable; sabía que existían hombres que tenían una o ninguna pierna, y que igual por ahí como resultado de alguna deformidad terrible alguno más podría tener más de dos piernas. El caso de Amalia era conocido por Parra y no hacía más que reafirmar el motivo por el que estaba ahí, en la época más roja de su vida.

El mustang tenía un encerado perfecto; parecía vigilar el camino como un perro salvaje con sus faros dispuestos a encenderse a la menor provocación y tenía dibujado en el cofre y laterales de aerografía delicada casi de artista, hechos una semana antes en los Ángeles California líneas de fuego que hacían que Magda-como era llamado el auto por su dueño- partiera el viento en las carreteras del desierto. A menudo cuando otros veían el automóvil por el retrovisor sentían que el diablo se venía encima de ellos en su carruaje prendido y la verdad no distaba mucho del imaginario de esos borrachos trasnochadores.

Cuando Amalia subía al automóvil sus celos encubiertos eran descubiertos por Parra cuando ella encendía cigarrillos y parecía chimenea queriendo apestar el interior de piel color marrón de Magda.

Entonces todo comenzó cuando adentro de la habitación Parra observaba iluminada por el reflejo de las mochas letras de neón el cuerpo de Amalia que a su vez fingía estar dormida y disimulaba mustia una sonrisa al saber que Parra la miraba y dejaba descubierto su cuerpo recatando poco a la imaginación del hombre. Como regla adicional Amalia había prohibido a Parra poseerla esos martes mientras dormía. Esto con el motivo de evitar que Parra se convirtiera a la fuerza de un falo erecto, en parte de los sueños de la mujer pero la intención había fallado y el muchacho se aparecía ya casi todas las noches en el lecho durmiente de la hermosa mujer.

Ahí estaban titilando las grandes tetas de Amalia, con todo y sus pezones rosados como dos estrellas que se habían perdido del espacio interminable y habían caído junto a Parra cálidas y prohibidas y solo podía admirarlas durante horas en el juego del mirón no descubierto y de la durmiente despierta.

Afuera otras estrellas titilaban envidiosas ante la imagen de las tetas de Amalia que eran observadas por un hombre apuesto y soñador, ahí, en esa habitación de 12 dólares las seis horas ubicada en la carretera kilómetro 23 de la frontera las escena más silenciosa y triste del mundo se llevaba a cabo cada miércoles a las 3 de la mañana cuando ambos se levantaban y comenzaban a vestirse en silencio deseando en realidad pagar los 5 dólares extra para quedarse abrazados la noche entera en contemplación el uno del otro. Entonces Amalia se ajustaba sus pantalones apretados, tenía unas piernas gruesas, blancas como la nieve, cálidas y flexibles con las que envolvía el trasero escuálido y velludo del hombre por unos cuantos minutos mientras dos personas sin amor en toda su vida se sentían queridos y deseados sinceramente por un instante adictivo.

Amalia omitió el baño, quería sentir cuanto más pudiera el aroma de Parra; en cambio Parra se paró bajo la caída de agua helada de la regadera que hacía un ruido que parecía que la estaban matando, para quitarse el aroma de Amalia y así fingir con su máscara el hecho de que se sentía complacido e inmensamente feliz con su compañía. Esto lo hacía porque tenía la idea de que debía desapegarse de cualquier cosa en el mundo. Después de los martes se permitía de nueva cuenta la idea de caer bajo la pólvora de cualquier cabrón más afortunado que él.

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