A momentos venían entre sueños o alucinaciones esas horribles imágenes del accidente, la última mirada a su esposa, la vista de reojo a su niña dormida y apacible; después venían la confusión y el dolor en medio de la inconciencia. Para él eso duró muchas vidas, para su madre y hermanos a pesar de una realidad de tres meses en coma, esto fue más tiempo.
Esa mañana comía a mano de la cuchara que su madre cansada le administraba desde su apoplejía. Era un bulto insufrible, parecía una muñeca para niñas fastidiosas. Abría y cerraba los ojos, movía una boca despojada de todo sonido, respiraba inconcientemente y lo que más vivo lo hacía parecer era una esporádica tos flemática, que acababa en un insípido lagrimeo. Si le preguntan a su madre, hubiera preferido que él muriera.
Saúl solía ser atlético, un hombre con el gesto fuerte, bastó un accidente automovilístico para demostrar que todo aquello no era tan cierto. No solo perdió a su esposa e hija, también una pierna y tres dedos de la mano derecha, a veces olvidaba lubricar sus ojos y se hundían en la sequedad, una mirada perdida tanto de fijación como de brillo.
En el fondo, aunque indemostrable socialmente estaba destruido, no quería vivir más. Parecía un muerto, su cara estaba manchada de un puré de zanahoria con sabor detestable, añoraba la muerte, pero para su desgracia, no solo era incapaz de provocarla, hoy no podía siquiera pedirla piadosamente, estaba mutis de por vida, perdido entre recuerdos confusos; algunos pérfidos, y otros esporádicos, centelleantes entre una conciencia insípida y cruel.
La cama era la de su padre, estaba gigante, olía rancia, constantemente veía los muñones de sus dedos, era incapaz de sentir pena por si mismo, ya la gente sentía demasiada por él. La habitación a veces parecía inmersa en un vacío temporal: la cortina jamás se movía, la televisión estaba apagada mucho tiempo, no sentía su cuerpo, había olvidado el llanto como recurso.
Movía los ojos, pero sin demostrar interés ni capacidad alguna de ubicarse en lugar, tal vez ya era la falta de interés por mostrarse vivo, tal vez ya no podía, a ratos cuando ocurrían las visitas de sus hermanos, era sentado sobre el sofá que había sido de su padre también; invariablemente estos desistían a los pocos minutos, de establecer al menos un relato, por la falta de atención que él les demostraba. Ante esta señal, su madre, para olvidar aquel peso, invitaba un café en la sala a la visita cualquiera que fuese; de la cual el gemido lastimoso que no se camuflajeaba tras las paredes, era escuchado claramente, él se sabía un peso para los que decían apreciarle.
En las charlas que escuchaba sobre él, a lo lejos, en la casa casi silenciosa, en vez de escuchar la pregunta: ¿por qué le pasó a el?; repetidas veces escuchaba de la boca de quien ahora hacía todo por él, el reclamo sin piedad: ¿por qué a mi?
Saúl jamás entendió ese ímpetu en mantenerlo con vida, si así la podía llamar, tenía mucho tiempo para pensar, a un lado del televisor la imagen de cristo y de la virgen de los remedios, ambos con cara de mártires, los odiaba y no era capaz de tirarlos por la ventana como deseaba hace mucho tiempo.
Un día, su madre abrió el ventanal, vio niños jugando en la calle, riendo y gritando, ellos eran capaces de hacer todo lo que Saúl no, se recordó de niño, sintiéndose superior a sus hermanos, sabiéndose más fuerte, siendo un poquito cruel con ellos. Disfrutando de ello.
Siempre quiso ser el más grande, siempre fue el más útil, las lágrimas no volvían a sus ojos, pero las sentía ahí, apunto de salir, perdidas por algún lado. La hora del baño, o el cambio del pañal acababan con toda su dignidad, peor aún, ese gemido no salía, se lo tragaba y este impune lo mataba noche tras noche.
Desde hacía dos días su madre había perdido el interés por contarle las buenas nuevas del mundo, aquél hijo mayor que se había encargado de la familia a la muerte de su padre, hoy no era más que un vil estorbo, que parecía pedir piedad.
Perdido, entre momentos en recuerdos y otros en la dura certeza de la actualidad, concebía su realidad y se consumía cada vez más, durante el baño se había caído dos veces ya y la última navidad mientras escuchaba el alboroto de todos, él se encontraba en silencio, en la semipenumbra de una lámpara con media luz, viendo la luz del alumbrado publico y la casa del vecino adonde todos vivaban por su felicidad. Pensó en cuanto esta fechas le gustaban a su hija, miro la melancólica calle solitaria, vio el viento mover a los árboles, escuchó a su familia festejar. Al final de esa noche algunos no se habían siquiera acordado de entrar a su habitación a despedirse.
Saúl ya era partidario de la negatividad desde antes de su accidente; muestra de ello, fue la discusión que tuvo con Magda el día de su accidente. Aquello calaría hondo en su mente: le pedía el divorcio frente a su hija aquella noche, como resultado, un estruendoso choque con otro automovilista.
La mañana de su cumpleaños cuarenta, vegetativo como siempre, con la luz cegadora del sol primaveral, recibió después de mucho tiempo una atención particular en especial: un gato blanco con ojos verdes al que su madre llamó Cicerón.
El gato dormía horas acurrucado en el lecho de Saúl, miraba atento la calle, también a Saúl y afilaba sus uñas de vez en cuando en las colchas, se lamía el cuerpo y se impacientaba cuando veía aves paradas en la ventana. El hombre hizo un juego cruento dentro de su cabeza: deseaba que Cicerón matara a todas las aves, quería verlas sufrir y morir, al hombre le angustiaba ver su partida repentina, su vuelo, su libertad.
Y Cicerón lo entendía, los despedazaba con sus afiladas uñas, les cortaba la cabeza y Saúl se sentía complacido con esto. Ese era un buen gato, siempre pensó.
Entonces pensó su siguiente deseo: quería que la virgen y el cristo se rompieran. Y durante días lo único que obtenía eran más pájaros muertos.
Hasta que un día uno entró a la habitación y se posó sobre el cristo, Cicerón lo tiró y en su lucha también a la virgen, ambos se rompieron y Saúl se sintió feliz, libre de todo ello a lo que jamás había querido en verdad.
Su madre entró y vio aterrorizada la imagen, recogió con cuidado las piezas de las imágenes, Saúl logró divisar que el corte en las cabezas de porcelana eran perfectas. La vieja se echó a llorar sobre el sofá, miro a Saúl y le dijo despojada de toda consideración que Dios los había abandonado. Saúl, sin saber por qué, deseo llorar y no pudo, el gato huyó asustado, vio el lagrimeo de su madre, de algún modo ellos tenían la culpa.
Escuchó a lo lejos la tunda que le dieron a Cicerón, esas paredes no cubrían nada, su llanto jamás corría, ya tenía demasiado adentro de si y nadie podía hacer algo por el pobre hombre, nadie sabía nada.
En los siguientes días vio aves postrándose en la ventana, vio a Cicerón deteniéndose ante su impulso natural, había sido prontamente condicionado. Lo vio impacientarse y tragarse ese deseo, era como el mismo cuando no podía salir, cuando no podía hablar, cuando no podía llorar. Le había arruinado la vida a otro más, pensó.
Entonces deseó con todo su corazón, el gato lo miró y se acercó lentamente, le atendió tranquilo. Comenzó a ronronear, se talló contra sus muñones, el tiempo al parecer se detuvo de nueva vez. Saúl recordó aquellas espantosas imágenes, sintió todas esas lágrimas que no salían adentro de su cuerpo. El gato se tallaba contra su cara, le impedía respirar bien. Vio las figuras religiosas pegadas y maltrechas que su madre había vuelto a acomodar, se notaban tristes y espantosas, parecían deformes como él mismo. El viento sonó con el crujir de las hojas, les estaba dando una lenta paliza.
El Sol se metía en un abismo inalcanzable para el hombre, tuvo el cuello de gato en su nariz, abrió la boca y con todas las pocas fuerzas que guardaba, mordió la yugular de Cicerón. Sintió su sangre cálida mojarlo, sintió los rasguños del gato en su lucha por huir, sintió el crujir de su cuello, escuchó su estruendo. Después lo soltó y lo vio inerte como el mismo estaba hace mucho tiempo.
Su madre entró corriendo, vio el cuadro, era muy gris, el Sol justo en ese momento desapareció.
Su madre se tiró al suelo, se tomó la cara y lloró como loca, su maquillaje corría, el horror se apoderaba de su demacrada cara, y renacía cada vez que miraba lo ocurrido.
Se levantó, miró a Cicerón, después la boca ensangrentada de Saúl, sus ropas teñidas de sangre, toda fresca y cálida al contacto. Le propinó una bofetada muy fuerte al hombre.
Este al fin pudo llorar, se sintió un poco aliviado mientras la sangre comenzaba a coagularse.
Este cuento tendrá unos cinco años querido lector.
Se lo comparto con cariño.
DPMCH
No hay comentarios:
Publicar un comentario